Cuando te llamé, me respondiste, aumentaste mis fuerzas. Sal. 138:3
A los diez años, don Alfredo, al que ahora todo el mundo conocía como Pantera por su agilidad para robar y salir huyendo, era un delincuente en las calles de San José. Se había hecho tatuajes por todo el cuerpo, seguía consumiendo droga e incluso practicaba cultos satánicos, bebiendo sangre de gatos negros y haciendo pactos por los cementerios para obtener poder. No había nada bueno en la vida de este hijo de la calle. Toda su escuela y su universidad se basaron en lo aprendido en sucias callejuelas en las que abunda el vicio.
A los quince años, Pantera tenía un largo expediente de robos, y un cargo por homicidio. El juez que atendió su caso lo condenó a veintiocho años de cárcel, que una abogada cristiana logró reducir sustancialmente. Cumplir condena en prisión tampoco es una buena escuela de la vida, pero despertó dentro de don Alfredo un deseo de cambiar. Cuando salió de la cárcel y regresó al único hogar que conocía, clamó a Dios: Estoy cansado de esta vida. Si de verdad existes, por favor, sácame de aquí. Sálvame.
No mucho tiempo después, don Alfredo pudo levantar sus ojos al Cielo y decir, como dijo el Salmista: Cuando te llamé, me respondiste, y aumentaste mis fuerzas Sal. 138:3. Alfredo encontró un trabajo, una casa digna y, lo más importante de todo, ¡tuvo un encuentro personal con Jesús! Hoy es un hombre convertido, transformado y da un poderoso testimonio del poder de Dios. Su historia nos demuestra una vez más que para Dios no hay nada imposible y que puede hacer de cada una de nosotras un instrumento en sus manos.
Dios es nuestro baluarte; él nos da bríos y vitalidad; él es nuestra roca eterna, que sacó adelante al pueblo de Israel a través de Jefté. Un hombre abandonado, aparentemente sin futuro, fue el instrumento que Dios usó. También Pantera, o don Alfredo, es hoy un testigo del amor de Dios y se dedica a llevar a muchas personas a su pequeña iglesia, para darles a conocer a Jesús. No hay nada que nos limite si recurrimos a Dios cada mañana y nos ponemos en sus manos. No hay nada más poderoso que clamar al Señor y esperar su respuesta. En seguida veremos cómo nuestras fuerzas aumentan, nuestra esperanza se activa, nuestro amor se revitaliza y nuestra vida adquiere su verdadero propósito.