«Se acercaron sus discípulos y lo despertaron, diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!»» (Mateo 8:25).
Se cuenta que, durante un hermoso día de campo, siendo niño, Winston Churchill salió a nadar al río con el hijo del jardinero, que se llamaba Alexander. Hacía calor y todo estaba tranquilo, hasta que de pronto, se quebró la calma de ese bello lugar.
¡Auxilio! ¡Socorro! —alcanzó a gritar Winston, mientras se hundía entre las aguas al sufrir un calambre.
Sin pensarlo dos veces, Alexander nadó en su auxilio, rescatándolo y llevándolo hasta la tierra firme. Cuando la familia Churchill se enteró de lo ocurrido, en gratitud quiso recompensar al hijo del jardinero y, al descubrir su deseo de ser médico, le ofrecieron pagar sus estudios universitarios. Pasados muchos años, Winston y Alexander se volvieron a encontrar. Fue durante la Segunda Guerra Mundial, luego de la famosa conferencia de Teherán, con Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin, cuando Churchill, siendo el primer ministro británico, se enfermó de neumonía. Ante la gravedad de la situación, el rey ordenó que se buscara al mejor médico del Reino Unido: Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina, el mismo que le había salvado la vida en la infancia. Después de recuperarse de su enfermedad, Churchill reconoció con gratitud: «Es muy raro que un hombre pueda deberle la vida dos veces al mismo salvador».
Ciertamente, es muy raro que un hombre pueda deberle la vida dos veces al mismo salvador. De hecho, se cree que esta historia ha sido inventada, a partir de un rumor. Lo cierto es que cada uno de nosotros ha sido salvado, no dos, sino una infinidad de veces por el mismo Salvador. La Biblia dice que Dios nos salva infatigablemente de nuestros fieros enemigos y de las aflicciones (Salmos 18:3, 27). Jesús, cuyo nombre significa “salvador, nos salva también de nuestros pecados (Mateo 1:21) y de la muerte eterna (2 Timoteo 1:10).
Cristo Jesús acude presuroso en rescate de la humanidad que se ahoga en medio de las dificultades y que está corrompida y enferma por la maldad. Prontamente socorre a todo aquel que clama, al ver hundirse su vida, a punto de perecer. Nada importa si el que necesita ayuda es merecedor del auxilio o si tendrá cómo recompensar su bondad. Ante el clamor «¡Señor, sálvanos, que perecemos!», viene ofrecida la bendita respuesta:
«Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador» (Isaías 43:3).
Tomado de: Lecturas Devocionales para Adultos 2020
«Buena Medicina es el Corazón Alegre»
Por: Julián Melgosa – Laura Fidanza.
Colaboradores: Ricardo Vela & Paty Solares