«No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos» (Fil. 2:3).
Booker T. Washington caminaba por una calle en la zona rural de Alabama, en los Estados Unidos, en la década de 1880. Aunque todavía no tenía ni treinta años, era bastante importante. Era la máxima autoridad en el Tuskegee Institute, un respetado colegio de formación docente, e iba camino a ser el afroamericano más popular del país. Un día, cuando pasaba frente al hogar de una familia acaudalada, la señora de la casa abrió la puerta y lo llamó.
-Oye, tú, ¿me podrías cortar un poco de leña?
El profesor Washington sonrió, asintió, se quitó la chaqueta y comenzó a cortar la leña. Cuando entró en la cocina cargado de leña, una sirvienta lo reconoció. Más tarde, le preguntó a la señora por qué el gran profesor estaba llevándoles leña a la casa. La mujer se quedó horrorizada ante lo que había hecho.
A la mañana siguiente, se presentó temprano en la oficina de Bookery pidió verlo. Se disculpó profusamente, y dijo vez tras vez: «No sabía que lo había puesto a usted a trabajar».
Washington respondió con gracia y generosidad. «Todo está perfectamente bien, señora. Me gusta trabajar, y me deleito en hacer favores a mis amigos y vecinos».
La mujer quedó tan encantada por su humildad y su disposición a perdonar que realizó generosas donaciones al Instituto y convenció a muchos de sus conocidos acaudalados de hacer lo mismo. Se dice que el profesor Washington consiguió más dinero para su colegio cortando leña que en cualquier otro evento de recaudación de fondos. Es increíble la forma en que a veces Dios recompensa la humildad. Kim