El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? 1 Juan 3:17, RV95.
Travis Selinka, de diez años, se sentía angustiado tras las siete semanas de radiación que habían seguido a la operación en la que le extirparon un tumor cerebral. Su angustia era no saber cómo lo recibirían sus compañeros de clase cuando lo vieran sin pelo. ¿Se reirían de él? ¿Volvería a encontrar amigos con los que jugar? ¿Recibiría rechazo?
El temido día llegó. Travis se puso su gorra, bajó del auto, se dirigió a su aula, abrió la puerta y…¡¡¡ninguno de sus compañeros tenía pelo!!! Al ver aquellas quince cabecitas rapadas no necesitó palabras: él lo entendió todo, así como sus compañeros lo habían entendido también. Mientras Travis le había estado dando vueltas a su primer día de vuelta a la escuela, sus compañeros habían ido a una barbería a raparse el pelo al cero.
«No puedo creer que hayan hecho esto por mí», confesaba Travis; «saber que tengo amigos me hace sentir muy bien». Y a quién no le haría sentir bien semejante acto de compasión por parte de sus pares (amigos, compañeros, familiares, hermanos de iglesia). Un gesto de compasión marca la diferencia.
La vida de Jesús estaba motivada por la compasión. Por compasión lloró; por compasión sanó enfermos, resucitó muertos, dio de comer a multitudes, enseñó las verdades del reino de los cielos con palabras sencillas, se dejó apresar y juzgar injustamente. Por compasión decidió hacerse uno de nosotros para poner a nuestro alcance la salvación.
Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el mayor mandamiento de todos, él respondió de una forma maravillosa: «»Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Pero hay un segundo, parecido a este; dice: «Ama a tu prójimo como a mismo». En estos dos mandamientos se basan toda la ley y los profetas» (Mac. 22:37-40). Esa es la compasión a la que somos llamadas: una compasión no como se interpreta hoy en día, derivada de un sentimiento de superioridad, sino una compasión derivada del amor a Dios y el amor al prójimo. Vivir así es guardar el mayor mandamiento de todos.
«Entonces, como escogidos de Dios, santos y amados, revestíos de tierna compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia» (Col. 3:12, LBLA)