«Y pueden estar seguros de que no escaparán de su pecado» (Núm. 32:23).
Christian Schônbein era un profesor de Química respetado en Suiza; pero, a diferencia de nosotros, él tenía tentaciones. Ese día en particular de —1845, se vio tentado a realizar un experimento de química en su casa. Su buena esposa le había prohibido expresamente que mezclara químicos en la cocina, pero ella había salido un rato y, si no se enteraba, no sufriría.
Christian estaba absorto en combinar ácido sulfúrico y ácido nítrico cuando derramó un poquito de la mezcla sobre la mesa de la cocina. Se dio cuenta de que su descuido podía dejar al descubierto su desobediencia. Rápidamente, tomó lo primero que encontró a mano —el delantal de algodón de su esposa- y limpió los químicos. Luego, colgó el delantal sobre el horno para que se secara. La mesa no se veía mal. Había evitado un desastre. Su esposa nunca descubriría que había infringido la prohibición sobre los experimentos de química en la cocina.
Y entonces, el delantal se encendió en un fogonazo de llamas y desapareció. Vaya! El profesor Schônbein sabía que había quedado en evidencia. Sin embargo, hubo algo positivo en este infortunio: El profesor se dio cuenta de que los grupos nitrosos del ácido habían servido como fuente de oxígeno para quemar la celulosa del delantal en forma repentina y total; y vio potencial en el nuevo compuesto. La pólvora común, que había reinado suprema en el campo de batalla por quinientos años, explotaba en un humo espeso que ennegrecía a los artilleros, tapaba los cañones y las armas pequeñas, y oscurecía el campo de batalla. Su nuevo brebaje podía ser una «pólvora sin humo» y un propulsor para proyectiles de artillería. Se lo llegó a conocer como algodón pólvora.
No sé qué sucedió cuando la señora Schônbein volvió a la casa. ¿Hubo dos explosiones ese día o solo una? Lo dejaré a tu imaginación. Lo que sí tengo claro es que, si no quiero que nadie lo sepa, mejor no lo hago. Kim