«Pero ustedes, ¡manténganse firmes y no bajen la guardia, porque sus obras serán recompensadas!» (2 Crón. 15:7).
William Kamkwamba tenía tantas ganas de ir a la escuela que entraba a hurtadillas al aula. Esto era necesario porque la secundaria en Malawi, su país, costaba dinero, y su familia no podía darse el lujo de pagarle la matrícula. Acababan de sobrevivir a una hambruna, y todos ellos estaban mucho más delgados que el año anterior.
William quería estudiar porque no quería ser granjero. Él quería hacer más que cosechar maíz por el resto de su vida. Por eso, cuando fracasaron sus intentos de entrar a clases a hurtadillas, fue a la biblioteca. Allí encontró un libro que le dio la idea de construir un aerogenerador que alimentara los aparatos electrónicos de su casa, que no tenía electricidad. Las lámparas de queroseno proveían una luz tenue a la tardecita. Si tenía éxito, podría proveer buena luz a su hogar sin costo alguno.
William fue a visitar el desguace local en busca de piezas que pudieran serle útiles. Encontró pedazos de una tubería de plástico. Las cortó a lo largo, y suavizó las piezas largas sobre el fuego hasta que las dejó planas, para usarlas como astas para su aerogenerador. Usó un viejo ventilador de radiador como buje y lo unió a la manivela de la bicicleta de su padre. Un pequeño generador apoyado sobre la llanta de la bicicleta que rotaba hacía electricidad.
Él y sus amigos construyeron una tambaleante torre con árboles de eucalipto de goma azul. Los vecinos, y hasta su propia madre, pensaron que estaba loco. Pero cuando el viento comenzó a hacer girar las astas y la bombilla de luz que William sostenía en su mano se encendió, los vecinos se asombraron muchísimo. Se reunieron debajo de la torre, fascinados. Preguntaron si podían cargar sus teléfonos con ella.
Las noticias del logro de William se difundieron por todas partes. Pronto, diversas personas se ofrecieron para pagarle la escuela secundaria. Con el tiempo, obtuvo una beca para estudiar en el Colegio Dartmouth, en los Estados Unidos.
William termina su libro El niño que domó el viento, diciendo: «Piensa en tus sueños e ideas como en diminutas máquinas de milagros dentro de ti que nadie más puede tocar. Cuanta más fe pongas en ellos, más grandes se harán, hasta que un día te elevarán y te llevarán con ellos». Kim