«Cuidar las palabras es cuidarse uno mismo; el que habla mucho se arruina solo»(Prov. 13:3, DHH).
El tema del día en la clase de Ciencias era los estados de la materia. —¿Alguien puede darme un ejemplo de un líquido? —preguntó la profesora.
El silencio duró hasta que David habló.
—Seda.
Toda la clase se rio.
—Entonces, ¿estás diciendo que la seda es un líquido? —preguntó la maestra.
—Sí —respondió David.
La profesora trató de ayudarlo.
—Entonces, cuando te pones una camisa de seda, ¿resbala sobre ti y se cae al piso como si fuera agua?
—Sí —asintió David.
Ante esto, la profesora fue al armario y sacó algo de seda para hacer una demostración.
—No —dijo David—, no esa seda. La que viene de las abejas.
—Te refieres a la miel —dijo la profesora.
—Emmm… sí, creo que es la miel -admitió el pobre alumno, cuyo sobrenombre desde ese momento fue «David el sedoso».
Una de las mejores capacidades que podemos desarrollar es la prudencia: saber cuándo cerrar la boca y cuándo hablar. Al comienzo de nuestro matrimonio, mi esposa llegó a casa con un peinado ondulado que le caía a los lados de la cara de una forma que me hizo pensar en un cocker spaniel. Un esposo inteligente se habría guardado la observación para sí. Lamentablemente, mi boca comenzó a moverse antes de que mi cerebro se activara, y hubo un momento incómodo en el que, de lo contrario, habría sido un matrimonio dichoso. Salomón tenía razón cuando dijo: «Los labios del necio son causa de contienda; su boca incita a la riña» (Prov. 18:6).
Si tienes la tendencia de hablar antes de pensar, ponte el objetivo de dedicar al menos una fracción de segundo a reflexionar si es mejor expresar tus pensamientos o guardar silencio. Con un poco de atención, puedes hacer que todas tus palabras sean tan dulces como la seda… digo, la miel. Kim