«Porque te amo y eres ante mis ojos precioso y digno de honra» (Isa. 43:4).
Era una de esas conversaciones extrañas que a veces se tienen en la escuela primaria. Los niños estaban hablando sobre cuánto dinero tenían sus padres, y Marly quería participar.
—Bueno, mis padres son lo suficientemente ricos para enviarme a Eton
-dijo ella, nombrando una prestigiosa y exclusiva escuela de Inglaterra—. Pero mi mamá me envió aquí porque ella quería que me juntara con personas normales. Alguien del grupo comenzó a reírse.
—Qué buena historia, Marly —dijo Weston—. Sé dónde trabaja tu papá. No son ricos. Y quizá tu mamá no quería mandarte a Eton porque es un colegio para varones.
¡Qué vergonzoso para Marly! La descubrieron inventando una historia. Ella había mencionado un colegio caro porque quería sentirse importante.
Y eso nos pasa a todos en ocasiones: queremos sentirnos importantes y presumimos de lo que no somos. Por eso, terminamos teniendo conversaciones como estas:
—Anoche me quedé hasta la 1:00 viendo la televisión.
—Eso no es nada. Yo me quedé hasta las 3:00 jugando videojuegos.
—Mira esto. Tengo el último iPhone.
—Mira mis nuevas zapatillas de baloncesto. ¡Cuestan 150 pesos!
—Este año mi familia y yo nos vamos a Francia de vacaciones.
Alardear es una forma cursi de sentirse importante. Y la verdad, hay algo mucho mejor. Comienza recordando que eres tan importante que Dios habría puesto en marcha todo el plan de salvación solo por ti. Elena G. de White, al referirse a la parábola de la oveja perdida, señala que «el pastor va en busca de una oveja, la más pequeñita de todas. Así también, si solo hubiera habido un alma perdida, Cristo habría muerto por esa sola» (Palabras de vida del gran Maestro, p. 146).
Cuando te des cuenta de lo increíblemente importante que eres para Dios, dejarás de intentar convencer a nadie más. Kim