Emplazando a Timoteo ante el tribunal de Dios, Pablo le pide que predique la palabra, no los dichos y costumbres de los hombres; que esté listo para testificar por Dios cuando quiera que se le presente la oportunidad ‑ante grandes congregaciones y círculos privados, al lado del camino o del hogar, a amigos y enemigos, en seguridad o expuesto a penuria y peligros, oprobio y pérdida.
Temiendo que la disposición mansa y acomodaticia de Timoteo lo indujese a rehuir una parte esencial de su obra, Pablo lo exhortó a ser fiel en reprender el pecado, hasta en reprender vivamente a los que fuesen culpables de graves males. Sin embargo, había de hacerlo «con toda paciencia y doctrina». Había de revelar la paciencia y el amor de Cristo, explicando y reforzando sus reprensiones por las verdades de la Palabra.
Odiar y reprender el pecado, y al mismo tiempo demostrar compasión y ternura por el pecador, es una tarea difícil. Cuanto más fervientes sean nuestros esfuerzos para alcanzar la santidad del corazón y la vida, tanto más aguda será nuestra percepción del pecado, y más decididamente lo desaprobaremos. Debemos ponernos en guardia contra la indebida severidad hacia el que hace mal; pero también debemos cuidar de no perder de vista el carácter excesivamente pecaminoso del pecado. Hay que manifestar la paciencia que mostró Cristo hacia el que yerra, pero también existe el peligro de manifestar tanta tolerancia para con su error que él no se considere merecedor de la reprensión, y rechace a esta por inoportuna e injusta (Obreros evangélicos, pp. 30, 31).
En la parábola, los primeros obreros convinieron en trabajar por una suma estipulada, y recibieron la cantidad que se había especificado, nada más. Los que fueron ajustados más tarde creyeron en la promesa del patrón: «Os daré lo que fuere justo». Mostraron su confianza en él no haciendo ninguna pregunta con respecto a su salario. Confiaron en su justicia y equidad. Y fueron recompensados, no de acuerdo con la cantidad de su trabajo, sino según la generosidad de su propósito.
Así Dios quiere que confiemos en Aquel que justifica al impío. Concede su recompensa no de acuerdo con nuestro mérito, sino según su propio propósito, «que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor». Efesios 3:11. «No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, mas por su misericordia nos salvó». Tito 3:5. Y en favor de aquellos que confían en él obrará «mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos». Efesios 3:20 (Palabras de vida del gran Maestro, p. 328).
Cuando nuestro carácter no conocía el amor y éramos «aborrecibles» y nos aborrecíamos «unos a otros», nuestro Padre celestial tuvo compasión de nosotros. «Cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros habíamos hecho, sino por su misericordia». Tito 3:3-5. Si recibimos su amor, nos hará igualmente tiernos y bondadosos, no solo con quienes nos agradan, sino también con los más defectuosos, errantes y pecaminosos.
Los hijos de Dios Son aquellos que participan de su naturaleza. No es la posición mundanal, ni el nacimiento, ni la nacionalidad, ni los privilegios religiosos, lo que prueba que somos miembros de la familia de Dios; es el amor, un amor que abarca a toda la humanidad. Aun los pecadores cuyos corazones no estén herméticamente cerrados al Espíritu de Dios responden a la bondad. Así como pueden responder al odio con el odio, también corresponderán al amor con el amor. Solamente el Espíritu de Dios devuelve el amor por odio. El ser bondadoso con los ingratos y los malos, el hacer lo bueno sin esperar recompensa, es la insignia de la realeza del cielo, la señal segura mediante la cual los hijos del Altísimo revelan su verdadera vocación (El discurso maestro de Jesucristo, p. 65).
Notas de Ellen G. White para la Escuela Sabática 2020.
3er. trimestre 2020 “HACER AMIGOS PARA DIOS”
Lección 9: «DESARROLLAR UNA ACTITUD GANADORA»
Colaboradores: Rosalyn Angulo & Esther Jiménez