Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y lo hemos encontrado. Lucas 15:24.
La noche estaba helada. Y allí, a la intemperie, sobre el frío pavimento, yacía Sarah. La joven se puso en pie inmediatamente cuando advirtió nuestra presencia. Nuestro objetivo esa Navidad era simplemente orar por y con los indigentes de Portland, y entregarles guantes, gorros y bufandas para el frío, algo de comer y literatura cristiana. Lo hacíamos con la firme convicción de que Jesucristo desea salvar a toda alma.
Sarah había ido a universidades prestigiosas, pero ahora se encontraba en la calle, terriblemente delgada y embarazada de unos cinco meses. Al terminar de orar por ella, mi hermano le dijo:
‑Después de esto, ¿qué será de tu vida, Sarah?
‑No lo sé ‑le respondió ella‑. Creo que simplemente me moriré aquí, en cualquier momento, pero no sé qué más pasará. Eso nadie lo sabe.
Oyendo su historia de sus propios labios no pude evitar que mi mente la conectara con la parábola del hijo pródigo que encontramos en la Biblia (ver Luc. 15:11-32). Aquel hijo, que una vez lo había tenido todo gracias a su padre, decidió un día irse de la casa y malgastarlo todo. Finalmente la vida lo encontró así, en la calle, sin tener dónde ir ni qué comer: un indigente. «Desperdició sus bienes» dice el relato (vers. 13, RV95), y esta es la parte de la parábola en la que quiero detenerme. ¿Has pensado en los bienes que recibes como hija de Dios? ¿Qué estás haciendo con ellos?
Cada día recibimos de nuestro Padre celestial innumerables bienes, comenzando por la vida y el tiempo. Pero no es el tiempo lo que cuenta, sino cómo vivimos el tiempo; no es la vida lo más importante, sino cómo vivimos la vida. Tenemos dos opciones: sobrevivir (o, lo que es lo mismo, no morir) o vivir plenamente, aprovechando al máximo nuestras oportunidades y con una presencia que nos permita ver, oír y procesar lo que tenemos delante. Y créeme que son opciones bien diferentes.
Querida amiga, la vida es hoy, y no estamos en condición de desperdiciarla, tanto en lo que respecta a nuestra propia salvación como a la de los demás. Mi oración especial por ti (y por mí) en esta mañana es: Señor, «enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría» (Sal. 90: 12, RV60). Amén.