Satanás es un enemigo vigilante, atento a su propósito de inducir a los jóvenes a una conducta enteramente contraria a la que Dios aprobaría. El sabe perfectamente que nadie puede hacer tanto bien como los jóvenes y las señoritas consagrados a Dios. Los jóvenes, si fueran correctos, podrían ejercer una poderosa influencia. Los predicadores o laicos avanzados en años no pueden tener sobre la juventud ni la mitad de la influencia que pueden tener sobre sus compañeros los jóvenes consagrados a Dios. Deberían ellos sentir sobre sí la responsabilidad de hacer todo lo que puedan para salvar a sus semejantes, aun al precio del sacrificio de su placer y sus deseos naturales. El tiempo y aun los medios, si se requirieran, deberían ser consagrados a Dios.
Los que profesan piedad deberían tener conciencia del peligro de los que están sin Cristo. Pronto terminará su tiempo de gracia. Los que podrían haber ejercido su influencia para salvar almas si hubiesen seguido el consejo de Dios y que en cambio han dejado de cumplir su deber por causa del egoísmo y la indolencia, o porque se avergonzaban de la cruz de Cristo, no sólo perderán su alma, sino que tendrán sobre sus vestiduras la sangre de los pobres pecadores. A los tales se exigirá cuenta del bien que podrían haber hecho si se hubiesen consagrado a Dios, y que no hicieron por su infidelidad.
Los que han probado realmente las dulzuras del amor redentor no quieren ni pueden descansar hasta dar a conocer a todos los que se relacionan con ellos, el plan de la salvación. Los jóvenes deberían preguntar: “Señor, ¿qué quieres que haga? ¿Cómo puedo honrar y glorificar tu nombre en la tierra?” Alrededor de nosotros perecen almas, y sin embargo, ¿qué responsabilidad llevan los jóvenes de ganar almas para Cristo?