Ese poder es Cristo. Solamente su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad. El Salvador dijo: «A menos que el hombre naciere de nuevo», a menos que reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y móviles que lo guíen a una nueva vida, «no puede ver el reino de Dios» (S. Juan 3: 3). La idea de que solamente es necesario desarrollar lo bueno que existe en el hombre por naturaleza, es un engaño fatal. «El hombre natural no recibe las cosas del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente» (1 Corintios 2: 14). «No te maravilles de que te dije: os es necesario nacer de nuevo» (S. Juan 3: 7.) De Cristo está escrito: “En él estaba la vida; y la vida era la luz de los hombres» (S. Juan 1: 4), el único «nombre debajo del cielo dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos» (Hechos 4: 12).
No basta comprender la bondad amorosa de Dios, ni percibir la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando exclamó: «Consiento en que la ley es buena», «la ley es santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno». Mas él añadió en la amargura de su alma agonizante y desesperada: «Soy carnal, vendido bajo el poder del pecado» (Romanos 7: 12, 14). Ansiaba la pureza, la justicia que no podía alcanzar por sí mismo, y dijo: “¡Oh hombre infeliz que soy! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7: 24). La misma exclamación ha subido en todas partes y en todo tiempo, de corazones sobrecargados. No hay más que una contestación para todos: “’¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (S. Juan 1: 29).
Muchas son las figuras por las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta verdad y hacerla clara a las almas que desean verse libres de la carga del pecado. Cuando Jacob pecó, engañando a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por el conocimiento de su culpa. Solo y abandonado como estaba, separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma, era el temor de que su pecado lo hubiese apartado de Dios, que fuese abandonado del cielo. En medio de su tristeza, se recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Rodeábanlo solamente las solitarias montañas, y cubríalo la bóveda celeste con su manto de estrellas. Habiéndose dormido, una luz extraordinaria se le apareció en su sueño; y he aquí, de la llanura donde estaba recostado, una inmensa escalera simbólica parecía conducir a lo alto, hasta las mismas puertas del cielo, y los ángeles de Dios subían y descendían por ella; al paso que de la gloria de las alturas se oyó la voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así hizo Dios conocer a Jacob aquello que satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él, como pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.