«El Señor es lento para la ira, imponente en su fuerza. El Señor no deja a nadie sin castigo. Camina en el huracán y en la tormenta; las nubes son el polvo de sus pies” (Nah 1:3)
Mientras Alexander Hamilton, de diecisiete años, observaba la tormenta, se dio cuenta de que no era una común la que estaba golpeando su isla de Saint Croix. Después, el pobre huérfano describió en una carta que el huracán había comenzado al atardecer y había rugido violentamente hasta un intervalo de tranquilidad que duró como una hora.
Luego, Alexander contó que «volvió con furia redoblada y continuó así hasta
cerca de las tres. ¡Cuánto horror y destrucción! Es imposible para mí describir cómo fue. El rugido del mar y el viento, furiosos meteoros volando por el aire, el destello prodigioso de los relámpagos casi perpetuos, el estallido de casas que caían, y los gritos espeluznantes de la gente; era como para dejar atónitos a los mismos ángeles».
Alexander escribió en La misma carta sus sentimientos una vez concluido el huracán: «Él escucha nuestra oración. […] La oscuridad se desvanece y la naturaleza caída revive ante el amanecer que se acerca».
Alexander le mostró su carta a un amigo pastor, quien le preguntó si podía compartirla con el periódico. La carta hizo que varios hombres de la comunidad reconocieran el talento de Alexander para escribir, y recaudaron dinero para enviarlo a una universidad en los Estados Unidos.
Alexander creció, fue un soldado en el Guerra de la Independencia, y llegó a ser el primer secretario de Hacienda del nuevo país, bajo el presidente George Washington.
Como niño temeroso durante un terrorífico huracán, quizá no reconoció que el huracán le brindaría la oportunidad de ser uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Pero así fue. Y si quieres ver cómo era de adulto, quizá encuentres su retrato en tu alcancía. Su rostro es el que figura en el billete de diez dólares. Kim