Es cierto, podéis sentir una especie de ansiedad por las almas de los que amáis. Quizá tratéis de abrirles los tesoros de la verdad, y en vuestro fervor, derraméis lágrimas por su salvación, pero cuando vuestras palabras parecen hacer poca impresión y no hay una respuesta evidente a vuestras oraciones, casi os sentís tentados a reprochar a Dios porque vuestras labores no dan fruto. Os parece que vuestros amados tienen corazones especialmente duros, y que no responden a vuestros esfuerzos. Pero ¿habéis pensado seriamente que la falta puede estar en vosotros mismos? ¿Habéis pensado que estáis derribando con una mano lo que os esforzáis por construir con la otra?
A veces habéis permitido que el Espíritu de Dios os maneje, y otras, habéis negado vuestra fe con vuestra práctica, y habéis destruido vuestra labor por los familiares, pues vuestras prácticas han dejado sin efecto vuestros esfuerzos en favor de ellos. Vuestro mal genio, vuestro lenguaje no hablado, vuestras maneras, vuestra disposición quejosa, vuestra carencia de fragancia cristiana, vuestra falta de espiritualidad, la misma expresión de vuestro rostro, ha dado testimonio contra vosotros. . . No menospreciéis nunca la importancia de las cosas pequeñas. Las cosas pequeñas proporcionan la disciplina real de la vida. Por medio de ellas se educa el alma para crecer a la semejanza de Cristo, o llevar la imagen del mal. Dios nos ayuda a cultivar hábitos de pensamiento, palabra, aspecto y acción que testificarán ante los que nos rodeen, de que hemos estado con Jesús y aprendido de él (Youth’s Instructor, marzo 9, 1893).