«Un hombre que tenía lepra se le acercó, y de rodillas le suplicó: ‘Si quieres, puedes limpiarme»‘ (Mar. 1:40).
¿A dónde vas para pasar el rato con tus amigos durante las vacaciones de verano? ¿Al centro comercial, quizá? En la época de Jesús, iban los baños públicos. Estos grandes edificios tenían, generalmente, zonas separadas para hombres y para mujeres. Incluían habitaciones de ejercicio, áreas donde se exhibían esculturas, y lugares para recostarse bajo el sol y entretenerse.
Por supuesto, la atracción principal era una gran piscina climatizada donde todos podían meterse y darse un buen chapuzón. Alrededor de esa piscina o estanque, se vendían bebidas y aperitivos, se daban masajes y había música. Era un lugar tan divertido que la gente que podía darse el lujo iba todos los días. Cuando un extranjero le preguntó una vez a un emperador romano por qué se daba un baño todos los días, él respondió: «Porque no tengo tiempo para darme dos baños al día».
Los antiguos romanos tenían baños públicos en todas partes. Pero lo gracioso es que no tenían jabón. Lo que hacían era frotarse aceite en el cuerpo para desprender la suciedad; luego, tomaban un estrígil, que era un pedazo de metal delgado y curvo, y con él se raspaban el aceite y la suciedad como si se estuviesen afeitando. Sin embargo, lo cierto es que no funcionaba tan bien como el jabón, que quita la suciedad del cuerpo, la grasa del cabello y la mugre de entre los dedos de los pies.
¿Quieres un corazón limpio y una conciencia en paz? Entonces, descubre el amor de Jesús, que te perdona y te señala la dirección correcta. Tratar de estar limpio sin depender de Jesús es como pretender bañarte sin jabón. Kim