¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo? Solamente Dios. Romanos 7:24-25.
Lutero, uno de los grandes héroes de la fe, escribió: «Tengo más miedo de mi propio corazón que del papa y de todos los cardenales». Esto nos remonta nuevamente al tema del que hablábamos ayer. Bien merece la pena seguir indagando en esta cuestión, que a veces es causa de tanta frustración para la mujer cristiana.
¿Sabes lo que pasa? Que el nivel de expectativas que tenemos las mujeres (sobre la vida, sobre los demás, sobre nosotras mismas) suele ser elevadísimo. Y eso lo aplicamos también a lo que creemos que la conversión debe hacer en nuestra vida. Por eso si, después de habernos entregado a Cristo, nos vemos de nuevo asaltadas por pensamientos, actitudes y hábitos del pasado, nos descorazonamos, creyendo que nuestra vivencia de la religión debería ser más perfecta de lo que es. De ahí que sea tan vital tener un concepto equilibrado de lo que podemos esperar de nosotras mismas en lo que respecta al cristianismo.
Como deja entrever Lutero, nuestro corazón (es decir, nuestros hábitos, nuestras maneras de pensar, nuestra naturaleza pecaminosa, nuestra «carne») ejerce gran influencia sobre nuestra conducta. Y a veces, ni tan siquiera nosotras mismas somos conscientes de esta realidad. Por eso el Salmista reflexionaba: «¿Quién se da cuenta de sus propios errores? ¡Perdona, Señor, mis faltas ocultas!» (Sal. 19:12). Saber que esta es la naturaleza humana puede resultar de gran ayuda para nosotras, de tal manera que no nos impongamos autoexigencias imposibles de cumplir y que nos desanimen de seguir en el camino del evangelio.
La Biblia es muy clara; ni por nosotras mismas, ni con la ayuda de la ley, podemos alcanzar la impecabilidad de palabras ni de obras. No tenemos poder para librarnos de aquello que nos desagrada de nosotras mismas. Somos impotentes para cumplir la ley de una manera perfecta. Por eso nuestro clamor debe ser: Señor, ayúdame; Señor, enséñame; Señor, repréndeme; Señor, guíame. Siendo que dentro de mí mora el pecado, que tiene tremendo poder sobre mis decisiones, dame tu Espíritu Santo para que me ayude a alejarme más cada día de esa tendencia carnal. Llévame de la mano en este aprendizaje espiritual. Muchas gracias por habernos dado a Cristo. Mi esperanza se basa completamente en que ya no sea yo quien viva, sino que Cristo viva en mí (ver Gál. 2:20).