La verdadera educación consiste en inculcar aquellas ideas que han de impresionar la mente y el corazón con el conocimiento de Dios el Creador y de Jesucristo el Redentor. Tal educación renovará la mente y transformará el carácter. Dará vigor a la mente y la fortalecerá para oponerse a las engañosas sugestiones del adversario de las almas, y nos hará capaces de comprender la voz de Dios. Habilitará al entendido para llegar a ser colaborador de Cristo.
Si nuestros jóvenes adquieren este conocimiento, podrán obtener todo lo restante que sea esencial; pero si no, todo el conocimiento que puedan adquirir del mundo no los colocará en las filas del Señor. Pueden reunir todo el saber que conceden los libros y, no obstante, ser ignorantes de los principios elementales de la justicia que les podría dar un carácter aprobado por Dios.
Los que están tratando de adquirir conocimiento en las escuelas de la tierra debieran recordar que otra escuela los reclama igualmente como alumnos: la escuela de Cristo. En ella no se gradúan jamás los estudiantes. Entre sus alumnos se cuentan viejos y jóvenes. Los que dan oído a las instrucciones del Maestro divino obtienen constantemente más sabiduría y nobleza de alma; y de ese modo están preparados para ingresar en la escuela superior, donde los progresos continuarán por toda la eternidad.
La sabiduría infinita expone ante nosotros las grandes lecciones de la vida: las lecciones del deber y la felicidad. Son con frecuencia difíciles de aprender; pero sin ellas no podemos realizar verdaderos progresos. Pueden costarnos esfuerzo, lágrimas y hasta agonía, pero no hemos de vacilar ni desfallecer. Es en este mundo, en medio de sus pruebas y tentaciones, donde tenemos que obtener la idoneidad para estar en compañía de los ángeles puros y santos. Los que llegan a preocuparse tanto con estudios de menor importancia que acaban por dejar de aprender en la escuela de Cristo, están sufriendo una pérdida infinita.
Toda facultad, todo atributo con que el Creador ha dotado a los hijos de los hombres, ha de ser empleado para su gloria, y es en dicho empleo donde se halla su ejercicio más puro, noble y dichoso. Los principios del cielo debieran hacerse los principios supremos de la vida, y todo paso que se dé en la adquisición de saber o en la cultura de la inteligencia debiera ser un paso hacia la asimilación de lo humano a lo divino.—La Educación, 83, 84.