Señor, abre mis labios, y con mis labios te cantaré alabanzas. Salmos 51:15.
Era un hermoso sábado de mañana, y me dirigía bien temprano con mis dos hijos a la provincia de San José, en Costa Rica. Echaba de menos a mi esposo, que se encontraba lejos. Si por mí fuera, yo hubiera querido que él nos llevará siempre a todas partes; pero aquel día no era posible. Así que oramos antes de salir de la casa, pidiendo a Dios lo mismo de siempre: protección contra cualquier peligro que pudiéramos encontrar. Supe, por lo que sucedió después, que Dios realmente nos escuchaba.
Ya en la carretera, llevaba una velocidad de unos 80 kilómetros por hora cuando, repentinamente, escuchamos un fuerte sonido y perdí por un instante el control del auto, que parecía querer estrellarse contra un muro a nuestra mano izquierda. «¡La sangre de Cristo!», exclamé. Y, de inmediato, giré con rapidez el volante hacia la derecha para tratar de evadir la tragedia. Superada la situación, detuve el auto y hablé con mis hijos: «Niños, oremos para que podamos llegar a la casa de la abuela y dejar allí el auto, porque algo anda mal».
Por la tarde nos habíamos comprometido a asistir a otra iglesia, la Central de San José, donde se esperaban visitas y mis dos hijos iban a cantar y a predicar, así como dar testimonio y, finalmente, exhortaríamos a los presentes a que entregaran su corazón a Jesús. La actividad duró más de una hora y trajo muchas bendiciones. Una vez terminada, nos dirigimos nuevamente a la casa de mi madre, donde pasamos la noche. Al día siguiente buscamos un taller mecánico.
‑¡¿Cómo es que no se mataron?! ‑nos preguntó el mecánico después de haberle echado un vistazo al auto‑. De verdad que Dios cuida de ustedes.
Oírlo de labios ajenos fue como una confirmación de lo que yo ya sabía en mi interior. Me sentí de nuevo agradecida con mi Señor.
Llegué a mi casa por la tarde, abrí mi computadora y comencé a escribir y a llorar, agradecida por todo lo «negativo» que había sucedido y, particularmente, porque Dios nos había salvado. Esa misma tarde encontré una cita de Elena G. de White que me impresionó: «Nada tiende más a fomentar la salud del cuerpo y del corazón que un espíritu de agradecimiento y alabanza. Resistir a la melancolía, a los pensamientos y sentimientos de descontento, es un deber tan importante como el de orar» (El ministerio de curación, cap. 18, p. 166).