Con mis labios te alabaré; toda mi vida te bendeciré, y a ti levantaré mis manos en oración. Salmos 63:3-4.
Era una tarde lluviosa; de hecho, el tiempo era tan malo que nosotros creímos que los hermanos de la iglesia preferirían quedarse en sus casas para guarecerse de la lluvia. Sin embargo, nos equivocamos: la pequeña iglesia nos esperaba al completo. El edificio era humilde: una casita algo desvencijada y con techo de zinc. La puerta era tan estrecha que costaba pasar por ella. El piso era de tierra irregular y, al caminar por él, mis tacones comenzaron a tambalearse. De todos modos, yo estaba contenta, sonriéndole a un grupo de hermanos tan amables que se pusieron de pie para recibirnos. Mi hermano iba a predicar y yo había preparado varios cantos para compartir con ellos.
El lugar era pequeño y la fuerte lluvia que golpeteaba el zinc amenazaba con hacernos una feroz competencia. Antes del pequeño concierto que yo había preparado, los hermanos nos dieron una bonita sorpresa: abrieron sus himnarios, se pusieron de pie y, como si fueran instrumentos musicales con una gran capacidad de resonancia, comenzaron a cantar y a alabar a Dios con sus voces y con total creatividad. Era la primera vez que yo escuchaba himnos del Himnario adventista interpretados con notas que desconocía. Sonaba completamente diferente y, a medida que miraba a la cara de cada uno de aquellos dulces cantores, iba descubriendo rostros llenos de gozo, que parecían casi alcanzar la presencia de Dios. El entusiasmo que sentían los hacía cantar más fuerte que el ruidoso sonido de la lluvia que no quería cesar. Por un momento, olvidamos el aguacero.
De inmediato me puse a pensar que aquellas notas humildes estaban llegando directamente al corazón de Dios. Con toda seguridad el Señor las recibió como la más grata ofrenda. Porque eso es precisamente el canto: una ofrenda sincera y sencilla al Señor, que no requiere de una voz espectacular sino de un deseo humilde de agradarlo y rendirle honor. Dios nos ha dado un instrumento maravilloso, y su oído está siempre atento a nuestro uso de él. No espera que seamos Pavarotti; solo que cantemos con el corazón, el entendimiento y el deseo de entregarle nuestra alabanza a Jesús. Por eso, «cantadle, cantadle alabanzas; hablad de todas sus maravillas» (Sal. 105; 2, LBLA).