Así pues, ahora ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús, porque la ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la muerte. Romanos 8:1-2.
Juan vivía en Maryland, en los Estados Unidos, y trabajaba duramente para mantener a su familia. Como tantos otros, era un inmigrante indocumentado. Un día, un policía le ordenó detener el auto y le solicitó la licencia de conducir, cosa que él no tenía. El agente redactó entonces la denuncia y le indicó que estuviera pendiente de la citación judicial que recibiría en breve. Juan tendría que comparecer ante la justicia.
Se presentó a ese primer juicio y su abogado le pidió al juez una prórroga para que Juan pudiera obtener su licencia. La petición, sin embargo, fue denegada, pues Juan tenía otro juicio pendiente por una infracción menor. Así es que fue citado por segunda vez a la corte. En ese segundo día de juicio, el agente de policía que había presentado los cargos contra él no se presentó ante el juez, por lo que este indicó a Juan que podía irse, pero que debía comparecer en un tercer juicio.
Para el día de su tercer juicio, Juan contaba con otras dos infracciones en su contra. Primero, lo habían parado de nuevo porque uno de los focos de su vehículo estaba fundido. Pero ese no era el peor de sus males: poco tiempo después, Juan había recibido una llamada telefónica de su país, El Salvador, que le rompió el corazón. Su madre acababa de fallecer. Él se deprimió al no poder ir al funeral y pasó la noche llorando. Al amanecer tomó su vehículo y se dirigió a sus duras faenas; de regreso a casa, sus sentidos, nublados por el dolor y el cansancio, lo llevaron a colisionar contra un muro. Otra vez fue interceptado por un agente de tránsito, que agregó el nuevo registro a su expediente. ¡¿Qué más le podía pasar a Juan?!
Llegó el cuarto juicio y su abogada le dijo:
‑No hay nada que yo pueda hacer por usted, Juan.
Sin embargo, Juan, cuya vida estaba cimentada en Cristo, creía en la oración. Cuando el juez tomó asiento y abrió el expediente, ¡estaba limpio! No había ningún registro en su contra.
‑Quedas absuelto, Juan ‑sentenció el juez.
Cuando el gran Juez venga, también te dirá a ti: «Quedas absuelta». No porque no hayas cometido nunca ningún delito, sino porque él los ha borrado todos con su sangre.