La llegada del Día del Padre nos invita a abrir el baúl de los recuerdos. A mí me recuerda el día que mi padre me salvó de morir ahogado en un arroyo crecido.
Era la época de lluvias y el agua parecía chocolate. Había un enorme árbol seco caído sobre las aguas que en condiciones normales era el puente para cruzar el arroyo. Era de ramas colosales, pero ahora apenas se le veían las ramas más delgadas.
Teníamos que cruzar el arroyo, así que entramos en el agua. Yo di un paso hacia la derecha, y ahí estaba el cantil. El agua, que me daba hasta la cintura, de pronto me alcanzó el pecho. Sentí miedo, pero también sentí el brazo fuerte de mi padre que me sacaba hacia un lugar seguro.
Ese arroyo era traicionero. En la superficie el terreno era muy quebrado, así era también bajo las aguas. Un remolino se tragaba todo. A unos cinco metros de donde estábamos se habían ahogado varios valientes y otros ingenuos. Marina, una hermosa muchacha, hija de una familia muy querida, se ahogó también ahí. Aun los mejores nadadores del pueblo tuvieron dificultades para sacarla.
Cuando recuerdo esa vivencia siento escalofríos, pero también gratitud. Tengo otro Padre más bueno y santo. Es un Padre que me ama con amor infinito, y que te ama a ti también con amor incondicional. A él quiero rendir mi homenaje. En el Nuevo Testamento se le identifica con el amor: «Porque de tal manera amó Dios al mundo» (Juan 3:16); «El amor de Dios» (2 Cor. 13:14); «El amor es de Dios… porque Dios es amor… En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros… Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Juan 4:7-16).
El apóstol Santiago elogia su bondad y su amor providente: «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre» (Sant. 1:17). En este Día del Padre, adoremos al Padre.