«Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas» (Mat. 6:33).
Mi hijo de siete años entró radiante en el auto. Luego de su última clase, tenía en sus manos un «trofeo» ¿Un trofeo? iPara mí no era más que una invitación a una fiesta de cumpleaños! Pero él me lo explicó mejor. Una de sus compañeritas tendría una fiesta de cumpleaños. Sería un evento especial, en un importante centro de fiestas infantiles. Y la niña estaba eligiendo quiénes celebrarían con ella.
Mi hijo, con su astucia infantil, pensó en la forma de poder estar entre los elegidos. Así que dijo a la cumpleañera que, si lo invitaba, él le daría una muñeca única de la tienda de su padre. La muñeca caminaba, movía la cabeza y soplaba burbujas. Era casi un ser vivo. La invitación que llevaba en la mano demostraba que su plan había tenido éxito.
Yo no podía dejar de sonreír; pero tampoco podía dejar de mostrarle las implicancias de lo que había hecho. Le hablé de la sinceridad, y de lo que significa realmente ser un buen amigo. Y luego le hice dos preguntas: «Hijo, ¿podrás cumplir la promesa que hiciste? Y si ella te invitó solo para obtener algo, ¿vale la pena tal amistad?» Él no había pensado en eso y, luego de meditarlo, no parecía tan entusiasmado como antes.
Parece que a nosotras nos sucede lo mismo. En nuestra relación con Dios, muchas veces queremos negociar con él. Cuando estamos inmersas en una situación difícil, hacemos ofertas como: «Señor, si me das esto, yo haré aquello»; o «Si me cumples este deseo, podré serte fiel! Sin embargo, a menudo no depositamos toda nuestra confianza en Dios, y no dejamos que él decida si lo que pedimos es verdaderamente razonable y útil, o si nos llevará a situaciones que nos alejarán de su camino.
Así como mi hijo, necesitamos reflexionar y, quizá, «perder interés» en cosas a las que damos demasiado valor y que pueden ser una piedra de tropiezo. Y como Jesús le dijo a su Padre: «Hágase tu voluntad» (Mat. 26:42).