«Si a ustedes les parece mal servir al Señor, elijan ustedes mismos a quiénes van a servir: a los dioses que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Éufrates, o a los dioses de los amorreos, en cuya tierra ustedes ahora habitan. Por mi parte, mi familia y yo serviremos al Señor». Josué 24: 15, NVI
EL LLAMADO QUE JOSUÉ LE HIZO AL PUEBLO está basado en dejar todo por Dios. Los instó a recordar que Dios los había sacado con mano fuerte de Egipto, y que fueron liberados de la esclavitud. Debían recordar que fueron conducidos a través del desierto, cruzando milagrosamente el Mar Rojo, y cómo fueron protegidos en el camino a Canaán e introducidos en la tierra prometida. Los pueblos que habitaban la tierra que recibirían como heredad, habían sido expulsados sin espada y sin arco, gracias a la intervención divina. Se les había dado la tierra por la que no trabajaron, las ciudades que no edificaron, y comerían de viñas y olivares que no sembraron.
Entonces Josué desafío al pueblo entero a dejar todo por Dios. Y ellos respondieron: «A Jehová, nuestro Dios, serviremos y a su voz obedeceremos» (Josué 24:24). Elena G. de White afirma: «En nuestro mundo existen dos clases. Una de ellas está compuesta por aquellos que contemplan a un Salvador crucificado y resucitado. La otra incluye a todos aquellos que han elegido alejar su mirada de la cruz y seguir las indicaciones de las influencias satánicas. Esta última clase está ocupadísima en colocar tropiezos delante del pueblo de Dios» (Nuestra elevada vocación, p. 17).
Debemos huir del mal y refugiarnos en los brazos de nuestro Señor Jesucristo. Para el pueblo de Israel, era urgente decidir a favor de Dios, antes que los pueblos vecinos los destruyeran por apartarse de él. Para nosotros hoy es más urgente aún, porque el tiempo se acaba; la segunda venida de Cristo está cerca, las profecías que describen el fin se han cumplido y Satanás anda como león rugiente buscando a quien devorar. A Canaán, la tierra prometida, entró un remanente. Al cielo, ¿cuántos llegaremos?
Oremos fervorosamente, pidiendo a Dios que nos acepte como sus hijos y que nos aparte del mal, de toda adoración falsa, de todo pecado oculto en nuestro ser. A partir de hoy, hagamos de Dios nuestro líder supremo.