Prueben y vean que el Señor es bueno; dichosos los que en él se refugian» (Sal. 34:8).
La emoción se sentía en el ambiente. Estaba de unos siete meses de embarazo de nuestro primer hijo cuando mi esposo recibió la oportunidad de estudiar en una universidad en otro país africano. Hicimos todos los preparativos que cualquier pareja ansiosa haría. Cuando llegamos al nuevo país, fue evidente, de muchas maneras, que Dios estaba guiándonos.
Al visitar a la ginecóloga, me dijeron que el bebé estaba en una mala posición. Me sentía aterrorizada por tener que pasar por una cesárea. Más o menos al mismo tiempo, recibimos una llamada telefónica informándonos que habían entrado ladrones en nuestra casa en Zimbabue. Esas no eran las noticias que necesitabamos oír. Solo encontramos seguridad y ánimo al presentar nuestra situación al Señor, entregándole todo y dejando nuestras preocupaciones en sus manos.
Llegó la fecha del parto. Recordar experiencias de otras mujeres parecía multiplicar mis miedos. Murmuré una breve oración: «Señor, !no me abandones ahora!» La repetí una y otra vez, mientras tomaba fuertemente la mano de mi esposo. Milagrosamente, luego de cuatro o cinco horas de parto, nuestra pequeña beba, Joelah, reposaba sobre mi pecho, sana y sin complicaciones. Y yo me maravillaba por el milagro de la vida.
Nos estábamos adaptando gozosamente a la presencia del tercer miembro de la familia, cuando enfrentamos el desafío más grande de nuestras vidas. Diez días después de que naciera Joelah, comencé a sufrir de terribles dolores de cabeza. Un médico me examinó y pensó que el estrés era la causa, así que me prescribió descanso y analgésicos. Pero los dolores de cabeza persistieron y, de un día para el otro, el lado izquierdo de mi cuerpo quedó completamente paralizado. Había sufrido un derrame cerebral hemorrágico y estuve en el hospital durante semanas. Los médicos no podían descifrar la causa. Considerando la extensión de la hemorragia, se preguntaban cómo podía estar viva. Le dijeron a mi esposo que había muy pocas posibilidades de que alguna vez pudiera volver a utilizar mi brazo y mi pierna. En medio de esta tormenta, nos aferramos de la promesa de Dios de que nunca nos abandonaría.
A menudo rompía en llanto y clamaba a Dios. Maravillosamente, Dios me ha guiado en un proceso de sanidad progresivo. Cinco meses después de la dura experiencia, el brazo y la pierna que no podría haber vuelto a utilizar están funcionando normalmente.
Cada uno tiene un camino por el cual andar. Cuando las corrientes amenacen con barrerte por completo, afírmate en Jesucristo, la Roca de nuestra salvación. A través de todo, he aprendido a confiar en él.