‘Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu» (2 Cor. 3:18).
Disfruto mucho de la jardinería; aunque no siempre hago tiempo para practicarla mucho, ya que tengo una vida muy ocupada. Podemos aprender cientos de lecciones al preparar la tierra, plantar una semilla con fe, suplir las necesidades de la planta, y ser testigos del milagro de la vida y el crecimiento. Pero un aspecto de la jardinería que no aprecio demasiado es quitar las malezas. Consume mucho tiempo, es cansador y, a veces, doloroso. Sin embargo, si se hace a menudo, la siguiente vez es mucho más fácil.
La roseta es una maleza que se encuentra en la región en la que vivo. A primera vista, la roseta es engañosamente hermosa. El verde follaje y las delicadas flores amarillas camuflan las espinas. Estas plantas crecen en abundancia y arrasan con prácticamente todo lo que encuentran en su camino. Cuando finalmente una persona se da cuenta de que estas lindas plantas en realidad son traicioneras y una amenaza para su jardín, son difíciles de quitar. No solo tienen firmes raíces en la tierra, sino que además las espinas hacen que quitarlas sea un proceso tedioso y lento. Incluso después de quitar las plantas, cualquier espina que haya quedado se puede esconder en la tierra y producir nuevas plantas hasta siete años después.
Cada vez que veo una roseta, pienso en el diablo. No solo las espinas me lo recuerdan, sino que también su presencia en el jardín es similar al diablo y el pecado que trae a nuestras vidas. Disfraza el pecado una belleza inicial engañosa y la diversión que parece aportar. Para cuando se revela el peligro, el diablo ya ha hundido sus raíces y arrasado con otras propiedades esenciales para la salud y la vida. Él no tiene planes de irse sin luchar. Afortunadamente, nuestro Padre celestial está listo y dispuesto a quitar las tretas del diablo de nuestro corazón.
Debemos estar siempre alerta, porque una vez que el pecado entra en nuestro corazón, fácilmente puede volver a brotar por años. Cada día debemos depender de nuestro Jardinero celestial, nuestro Salvador, quien cuidará nuestros corazones y los mantendrá sin malezas.