«Así que mi Dios les proveerá de todo lo que necesiten, conforme a las gloriosas riquezas que tiene en Cristo Jesús» (Fil. 4:19).
Hace poco, me sentí intrigada por la historia de la viuda de Sarepta. Esta pobre mujer estaba en las últimas. Ella sabía que ese era su fin. Luego de comer su última comida, ella y su hijo morirían. Quizá, si conocía al Dios de Israel, había reclamado todas las promesas sobre pedir y recibir, sobre dejar las preocupaciones en las manos del Señor. Las había reclamado todas, y no llegaron provisiones durante la noche; ningún cuervo le trajo comida, como le llevaron a Elías; no cayó maná del cielo, como sucedió con los hijos de Israel. Seguramente no yacía en verdes campos, como David. Dios había prometido suplir su necesidad, y la suya era una necesidad desesperada. Estaba a punto de comer su última cena: como la Última Cena de Jesús. Trato de imaginar sus sentimientos: si sentía temor, dudas, tormento, confianza, esperanza, contentamiento, incredulidad, quejas… o una dependencia total de la voluntad de Dios.
Jesús sabía lo que le esperaba después de la Última Cena. Él agonizó ante su Padre, pero dejó en manos de Dios el resultado. Aunque tenía la seguridad de su Padre, igualmente tuvo que pasar por la agonía mental. Así como Dios, la viuda de Sarepta podría haber sentido la misma agonía ante la muerte de su hijo.
Creo que ella aceptó su situación y se entregó totalmente a la voluntad de Dios. Solo cuando Elías le pidió pan, ella confesó su verdadera situación. Su milagro comenzó a suceder cuando estuvo dispuesta a obedecer, y preparó el pan con lo último que tenía y se lo ofreció primero a Elías. Ella puso en primer lugar a Elías, quien representaba a Dios. ¿Buscamos nosotras a Dios primero, ante las dificultades?
Cuando se enfrentaron a las pruebas, Daniel y los tres jóvenes hebreos no se preocuparon por cuál sería el resultado en sus vidas. Se aseguraron de poner primero a Dios y dejaron que todo encajara en su lugar. Poner a Dios primero cambió las circunstancias de la viuda de muerte a vida, no solo para ella misma, sino también para su familia. Como cristianas, tal vez seamos la persona que Dios puede usar para salvar a nuestra familia, si lo ponemos en primer lugar, como hizo la viuda.
El milagro de la harina y el aceite continuó hasta que Dios cambió las circunstancias de hambruna, al enviar lluvia. Dios siempre tiene un plan mejor que el que nosotros vemos o imaginamos. Depender de él y ponerlo en primer lugar es sabio. ¡Nuestro milagro comienza cuando actuamos!
MAUREEN PIERRE es profesora y vive en Alabama, EE. UU.