«Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin, dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso». Apocalipsis l: 8, RV60
JUAN ESCRIBIÓ el libro de Apocalipsis en Patmos, una remota isla ubicada en el mar Egeo, a ochenta kilómetros al suroeste de Éfeso. La isla tiene quince kilómetros de largo por diez de ancho, es rocosa y árida, y se utilizó como cárcel en la época del Imperio romano. Bajando por el cerro sobre el cual está el monasterio, a mitad de camino hacia el puerto de Skala, hay una cueva del tamaño de una habitación pequeña. Parece ser que ese fue el lugar en el que Juan vivió durante su exilio, y allí recibió sus visiones. En el techo de la cueva hay tres grietas que se afirma fueron ocasionadas por un terremoto, cuando el Señor dijo: «Yo soy el Alfa y la Omega, principio y fin». Los residentes de la isla suponen que las grietas representan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Lo que Sí es cierto es que Cristo es el principio de la vida y el último responsable de ella; fuera de él, no hay otro Dios. La frase «Alfa y Omega» indica integridad y plenitud. Cristo existe antes y después de todas las cosas: «En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios» (Juan l: 1). «En Cristo hay vida original, que no proviene ni deriva de otra [.. La divinidad de Cristo es la garantía de que el creyente tiene de la vida eterna» (Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 501 ).
Toda comunicación entre el cielo y la humanidad es por medio de Cristo. Fue el Hijo de Dios quien dio a nuestros primeros padres la promesa de la redención; fue él quien se reveló a los patriarcas, el primer rayo de luz que penetró la lobreguez en que el pecado había envuelto al mundo. De él emana todo haz de resplandor celestial que ha caído sobre los habitantes de la tierra. En el plan de la redención, Cristo es el Alfa y la Omega, el Primero y el Último.
Sí, Cristo lo es todo en la vida del creyente. Adoremos al Señor como nuestro único y eterno Redentor en este día.