«Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo». Salmo 23: 4, RV95
ME ENCONTRABA VIAJANDO hacia Ipiales, en la frontera con Ecuador. Durante ese verano me hospedaría con una familia mientras colportaba en esa zona. El viaje duraba unas veintitrés horas, así que me encontraba cansada y ansiosa por llegar. Al ver que nos acercábamos al destino empecé a buscar la dirección de la familia donde me hospedaría, pero para mi sorpresa ¡no encontré el papel en el que había anotado la dirección! El conductor del bus anunció que habíamos llegado a nuestro destino. Yo era la última pasajera y no sabía qué hacer, para colmo de males era casi la media noche. En mi desesperación oré: «Jesús, estoy perdida y no encuentro la dirección de esta familia, muéstrame qué hacer».
El autobús se detuvo y yo me bajé sin saber a dónde ir. Empecé a repetir en voz alta el Salmo 23: «Aunque ande en valle de sombra de muerte no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo» (vers. 4, RV95). De pronto, escuché una voz que me dijo: «Cruza la calle». Obedecí y empecé a caminar por una calle oscura y vacía. Seguía orando y repitiendo el Salmo 23. De repente vi a un hombre que caminaba con un niño pequeño y un bebé en los brazos. Me acerqué y le dije: «Señor, busco a una familia donde me hospedaré, pero perdí la dirección. ¿Conoce a alguien que venda libros en este lugar?». Él señor me respondió: «Hoy me mudé a un nuevo apartamento y un señor me estaba enseñando unos libros para niños». Ansiosa le pregunté: «¿Dónde vive este señor?». «Sígame», fue su respuesta.
Traté de recordar lo que había escrito en el papel pero lo único que llegaba a mi mente era que la familia vivía cerca de la primera estación de gasolina. Sentí que algo me decía: «Bájate del bus». Pedí al conductor que me dejara en la primera estación de gasolina. «¿Está segura señorita? Es medianoche y usted está sola», preguntó el conductor. Tratando de mostrarme tranquila, le dije: «Estaré bien, señor».
Lo acompañé a su apartamento y él dijo: «Suba al tercer piso y toque la puerta». Le agradecí por su amabilidad y subí las escaleras. Cuando toqué la puerta, iallí vivía la familia que estaba buscando! Nos abrazamos y arrodillados agradecimos a Dios por haberme guiado hacia el lugar correcto.