«No, alguien me ha tocado —replicó Jesús—; yo sé que de mí ha salido poder» (Luc. 8:46)
Quizá conoces la historia de la mujer que necesitaba a Jesús, relatada en Lucas 8:40 al 48. ¿Alguna vez pensaste en cuánto hay que agacharse para tocar el borde de un manto largo? Mucho… quizás hasta habría que gatear por el piso. Con seguridad, al menos habría que estar arrodillado. Así que, allí estaba aquella mujer: débil, desanimada, probablemente hambrienta y sedienta, y literalmente desangrándose hasta la muerte. La imagino en medio de la multitud, quizá tratando de avanzar lo más rápido posible sobre sus rodillas, deseando desesperadamente que Jesús se detuviera para poder contarle su historia.
Pero Jesús seguía avanzando. Jairo y su gente lo estaban apurando por una razón muy poderosa también. La multitud empujaba y el ruido era ensordecedor. Todos trataban de acercarse a Jesús. Pero Diana (nombre que yo le he puesto) no podía seguir el ritmo de la multitud. Sus ojos se llenaron de lágrimas y, con labios temblorosos, murmuró:
—Es imposible. Ya no hay esperanza para mí.
Pero algo en su interior la hizo darse cuenta de que, con un esfuerzo más, estaría a su alcance al menos el borde del manto de Jesús. Creo con todo mi corazón que, si solamente toco el borde de su manto, me sanaré, pensó. No más dudas, no más vacilaciones. Llega a él; llega a él… Llega a él! En un último esfuerzo, tocó el borde de su manto. Y se sanó. iSu cuerpo estaba sano nuevamente! Ahora solo necesito esconderme entre la multitud… iEspera! Jesús estaba mirando a su alrededor. La estaba mirando directamente a ella. ¿Qué he hecho? No debería haberlo tocado. Pero la voz de Jesús era amable, gentil, alentadora:
—Sé que alguien me tocó, porque sentí que de mí salió poder —dijo el Maestro. La multitud lo apretaba de todos lados, pero ese toque no causaba que saliera poder de él. Nadie se sanó simplemente por «chocar» contra él. Diana se había acercado; ise había estirado para llegar a él!
Nosotras también podemos tocar el borde de su manto, y él no nos pide que nos arrastremos por el piso. Simplemente, arrodíllate y ora: «Señor, necesito fuerzas para este día».
—Hija, ¿me amas lo suficiente para humillarte y buscarme? Estírate, y toma el poder que saldrá de mí. Puedes tener valor y esperanza en tu corazón —te dirá él. Diana se acercó temblando y se arrojó a sus pies.
CAROL WIGGINS GIGANTE
es lectora de pruebas para varias editoriales, aunque maestra de vocación.
Vive en Maryland, EE. UU.