«De dar el galardón a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes». Apocalipsis 11: 18
EN UN CLARO entre las nubes una estrella arroja rayos de luz cuyo brillo se cuadruplica por el contraste con la oscuridad. Significa esperanza y júbilo para los fieles, pero severidad para los transgresores de la ley de Dios. Los que todo lo sacrificaron por Cristo están entonces seguros, como escondidos en los pliegues del estandarte de Dios. Fueron probados, y ante el mundo y los despreciadores de la verdad demostraron su fidelidad a Aquel que murió por ellos. Un cambio maravilloso se ha realizado en aquellos que conservaron su integridad ante la misma muerte. Han sido librados de manera portentosa de la sombría y terrible tiranía de los seres humanos vueltos demonios. Sus semblantes, poco antes tan pálidos, tan llenos de ansiedad y tan decaídos, brillan ahora de admiración, fe y amor. Sus voces se elevan en canto triunfal: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza» (Sal. 46: 1-3). [. . . ]
Desde el cielo se oye la voz de Dios que proclama el día y la hora de la venida de Jesús, y promulga a su pueblo el pacto eterno. Sus palabras resuenan por la tierra como el estruendo de los más estrepitosos truenos. El Israel de Dios escucha con los ojos elevados al cielo. Sus semblantes se iluminan con la gloria divina y brillan como brillaba el rostro de Moisés cuando bajó del Sinaí. Los malos no los pueden mirar. Y cuando la bendición es pronunciada sobre los que honraron a Dios santificando su sábado, se oye un inmenso grito de victoria.
Pronto aparece en el este una pequeña nube negra, como de la mitad del tamaño de la palma de la mano. Es la nube que envuelve al Salvador y que a la distancia parece rodeada de oscuridad. El pueblo de Dios sabe que es la señal del Hijo del hombre. En silencio solemne la contemplan mientras va acercándose a la tierra, volviéndose más luminosa y más gloriosa hasta convertirse en una gran nube blanca, cuya base es como fuego consumidor, y sobre ella el arcoíris del pacto. Jesús marcha al frente como un gran conquistador. Ya no es el «varón de dolores» (Isa. 53: 3), que ha de beber el amargo cáliz de la afrenta y de la maldición. Victorioso en el cielo y en la tierra, viene a juzgar a vivos y muertos.— El conflicto de los siglos, cap. 41, pp. 622, 623-624.