«No tengas miedo de lo que vas a sufrir, pues el diablo pondrá a prueba a algunos de ustedesy los echará en la cárcel, y allí tendrán que sufrir Tú séfiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. ‘El que salga vencedor, no sufrirá el daño de la segunda muerte»». Apocalipsis 2: 10-11, RVC
EL PAGO QUE DA EL PECADO es la muerte, pero el don de Dios es vida eterna en unión con Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom. 6: 23, DHH). Mientras la vida eterna es la herencia de los justos, la muerte es la porción de los impíos. Moisés propuso a los israelitas: «Hoy te doy a elegir entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal» (Deut. 30: 15, NVI). La muerte de la cual se habla en este pasaje no es aquella a la que fue condenado Adán, pues toda la humanidad sufre la penalidad de su transgresión. Aquí se trata de «la muerte segunda» (Apoc. 20: 14) puesta en contraste con la vida eterna.
Como consecuencia del pecado de Adán, la muerte pasó a toda la humanidad. Todos descendemos igualmente a la tumba. Y debido lo establecido en el plan de salvación, todos saldrán de los sepulcros. «Ha de haber resurrección de los muertos, así de justos como de injustos». «Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (Hech. 24: 15; 1 Cor. 15: 22). Destaca, sin embargo, una diferencia entre los dos grupos que serán resucitados. «Todos los que están en los sepulcros oirán su voz», la del Hijo del hombre, «y los que hicieron lo bueno saldrán a resurrección de vida; pero los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Juan 5: 28-29). Los que hayan sido «tenidos por dignos» de resucitar para vida son llamados «Bienaventurados y santos». «La segunda muerte no tiene poder sobre estos» (Luc. 21 : 36; Apoc. 20:6). Pero los que no se hayan asegurado el perdón, por medio del arrepentimiento y de la fe, recibirán el castigo correspondiente a la transgresión: «la paga del pecado» (Rom. 6: 23).— El conflicto de los siglos, cap. 34, pp. 532-533.
Y todos los redimidos, —jóvenes y mayores, grandes y pequeños— depositan sus resplandecientes coronas a los pies del Redentor, y se postran en adoración ante a Aquel que vive para siempre jamás. La bellísima tierra nueva, con todo su esplendor, es la etema herencia de los santos.— Primeros escritos, cap. 72, p. 356.