«Reconozcan que el Señor es Dios; él nos hizo, y somos suyos. Somos su pueblo, ovejas de su prado» (Salmo 100: 3, NVI).
Sucedió mientras alimentaba a mi hija menor, Eliane. De repente, me miró como los bebés miran a sus mamás: encantados. Me di cuenta de que tenía pestañas largas, como de muñeca.
Cuando era niña, yo soñaba con una muñeca con cabello. Siempre tuve muñecas de plástico, cuyo cabello era solo pintura marrón. Los ojos también estaban pintados y siempre permanecían abiertos. Pero había muñecas que parecían bebés reales. Cerraban los ojos y tenían pestañas largas. Su cabello estaba implantado, y podía peinarse. Siempre soñé con una muñeca así, pero nunca la tuve. Pero ahora, al observar a mi hermosa bebé, me di cuenta de que allí estaba mi muñeca, solo que mucho mejor porque era una hermosa niña de verdad. Agradecí a Dios por su bondad al satisfacer un pedido de mi niñez. Tardó en llegar, pero fue mejor de lo que podría haber imaginado.
Cuando tenemos un bebé, pensamos que es nuestro porque depende de nosotras para todo. Pensamos que somos su único medio de supervivencia y que controlamos toda su vida. Un día, descubrí que las cosas no son tan así. Hice este descubrimiento a través de una simple realidad de la vida, que me recordó que todas las cosas están en manos del Señor; de hecho, todo pertenece a él. Mis hijos le pertenecen a él.
¿Qué fue lo que ocurrió? Que se le cayó el primer diente de leche a mi hija mayor. Había llegado el momento de que los dientes de leche de Eliete fueran reemplazados por dientes permanentes. Yo la había alimentado, le había enseñado y la había protegido; creía que todo dependía de mí. Pero he aquí que un diente me dijo que Alguien más estaba monitoreando las fases de su vida. Alguien ordenó a esos dientes que comenzaran a caer para dar lugar a otros más fuertes. Sí, el Señor Dios estaba observando y cuidando de los detalles que yo no podía controlar. En ese momento, con el diente en mi mano, me di cuenta de que mi hija no me pertenecía. Ella y su hermana pertenecen a Aquel que realmente puede cuidar de ellas en cada detalle.
No nos pertenecemos a nosotras mismas. Pertenecemos al Señor, que nos da la vida y nos ama.