«El Señor mismo, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, descenderá del cielo. Entonces, los muertos en Cristo resucitarán primero». 1 Tesalonicenses 4: 16
LOS QUE HABRÍAN QUERIDO matar a Cristo y a su pueblo fiel son ahora testigos L de la gloria que descansa sobre ellos. [. . . ]
Entre las oscilaciones de la tierra, las llamaradas de los relámpagos y el fragor de los truenos, el Hijo de Dios llama a la vida a los santos dormidos. Dirige una mirada a las tumbas de los justos, y levantando luego las manos al cielo, exclama:
despierten, despierten los que duermen en el polvo, y levántense!». Por toda la superficie de la tierra los muertos oirán esa voz; y los que la oigan vivirán. Y toda la tierra repercutirá bajo las pisadas de la multitud extraordinaria de todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos. De la prisión de la muerte sale revestida de gloria inmortal gritando: «¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?» (l Cor. 15: 55). Y los justos vivos unen sus voces a las de los santos resucitados en prolongada y alegre aclamación de victoria.
Todos salen de sus tumbas de igual estatura que cuando en ellas fueran depositados. Adán, que se encuentra entre la multitud resucitada, es de soberbia altura y formas majestuosas, de porte poco inferior al del Hijo de Dios. Presenta un contraste notable con los hombres de las generaciones posteriores. En este aspecto se nota la gran degeneración de la raza humana. Pero todos se levantan con la lozanía y el vigor de la eterna juventud.
Al principio, el ser humano fue creado a la semejanza de Dios, no solo en carácter, sino también en lo que se refiere a la forma y a la fisonomía. El pecado borró e hizo desaparecer casi por completo la imagen divina; pero Cristo vino a restaurar lo que se había malogrado. Él transformará nuestros cuerpos viles y los hará semejantes a la imagen de su cuerpo glorioso. La forma mortal y corruptible, desprovista de gracia, manchada en otro tiempo por el pecado, se vuelve perfecta, hermosa e inmortal. Todas las imperfecciones y deformidades quedan en la tumba. Reintegrados en su derecho al árbol de la vida, perdido desde hace tanto tiempo en el Edén, los redimidos crecerán hasta alcanzar la estatura perfecta de la raza humana en su gloria primitiva. Las últimas señales de la maldición del pecado serán quitadas, y los fieles discípulos de Cristo aparecerán en «la hermosura del Señor nuestro Dios» (Sal. 90: 17, JBS), reflejando en espíritu, cuerpo y alma la imagen perfecta de su Señor. ¡Oh maravillosa redención, tan descrita y tan esperada, contemplada con dichosa anticipación, pero jamás enteramente comprendida!-— 627