«El total de los días que Adán vivió fue de novecientos treinta años, y murió». Génesis 5: 5, BA
CUANDO SE DA la bienvenida a los redimidos en la ciudad de Dios, un grito triunfante de admiración llena los aires. Los dos Adanes están a punto de encontrarse. El Hijo de Dios está en pie con los brazos extendidos para recibir al padre de nuestra raza; al ser que él creó, que pecó contra su Hacedor, y por cuyo pecado el Salvador lleva las señales de la crucifixión. Al distinguir Adán las cruentas señales de los clavos, no se echa en los brazos de su Señor, sino que se postra humildemente a sus pies, exclamando: digno es el Cordero que fue inmolado!» El Salvador lo levanta con ternura, y lo invita a contemplar nuevamente la morada edénica de la cual ha estado desterrado durante tanto tiempo.
Después de su expulsión del Edén, la vida de Adán en la tierra estuvo llena de pesar. Cada hoja marchita, cada víctima ofrecida en sacrificio, cada decoloración en el hermoso aspecto de la naturaleza, cada mancha en la pureza de la humanidad, le volvían a recordar su pecado. Terrible fue la agonía del remordimiento cuando notó que aumentaba la iniquidad, y que en contestación a sus advertencias, se le tachaba de ser él mismo causa del pecado. Con paciencia y humildad soportó, durante cerca de mil años, el castigo de su transgresión. Se arrepintió sinceramente de su pecado y confió en los méritos del Salvador prometido, y murió en la esperanza de la resurrección. El Hijo de Dios reparó la culpa y caída de la humanidad, y ahora, merced a la obra de propiciación, Adán es restablecido a su primitiva soberanía.
Extasiado de dicha, contempla los árboles que hicieron una vez su delicia, los mismos árboles cuyos frutos recogió en los días de su inocencia y dicha. Ve las vides que sus propias manos cultivaron, las mismas flores que se gozaba en cuidar en otros tiempos. Su espíritu abarca toda la escena; comprende que este es en verdad el Edén restaurado y que es mucho más hermoso ahora que cuando él fue expulsado. El Salvador lo lleva al árbol de la vida, toma su fruto glorioso y se lo ofrece para comer. Adán mira a su alrededor y nota a una multitud de los redimidos de su familia que se encuentra en el paraíso de Dios. Entonces, arroja su brillante corona a los pies de Jesús, y, cayendo sobre su pecho, abraza al Redentor. Toca luego el arpa de oro, y por las bóvedas del cielo repercute el canto triunfal: «¡Digno, digno, digno es el Cordero, que fue inmolado y volvió a vivir!». La familia de Adán repite los acordes y arroja sus coronas a los pies del Salvador, inclinándose ante él en adoración.— El conflicto de los siglos, cap. 41, pp. 629-630.