«Dios el Señor llamó al hombre y le preguntó: «¿Dónde estás?» El hombre contestó: «Escuché que andabas por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí»» (Génesis 3: 9-10).
UNA VEZ TUVE UN PERRO de raza Pinscher, que me regalaron cuando ya él era adulto. O sea, que no lo crié yo, ya venía con sus mañas (aunque tardamos un tiempito en descubrírselas). Ese perro era la adoración de mi hija, que se pasaba el día jugando con él y que le puso de nombre «José Márquez», como su abuelo. José era un miembro más de nuestra familia.
José se portaba un poco mal algunas veces. Por ejemplo: hacía pipí contra la lavadora. Cuando yo descubría el orine allí en el suelo (y en la esquina de la lavadora, por supuesto), me enojaba bastante y salía como una trastornada a buscar al enano canino por toda la casa. Nunca lo encontraba; sabía esconderse como nadie. Otras veces salía de la casa y tardaba una eternidad en regresar; cuando yo iba a regañarlo, él se escondía en su casetita, bajo la cobija, para que yo no lo viera. Yo miraba dentro de la casetita y te prometo que no lo veía; era como si José se hubiera esfumado. ¡Qué bien se escondía José! En eso, era un experto.
Un domingo, salimos de paseo y José se quedó «vigilando» la casa. Cuando regresamos, vi que en el patio estaba el tendedero volcado, y toda nuestra ropa regada por el piso. Cuando José vio que yo veía aquel desastre, salió corriendo a esconderse de mí. Sabía que lo iba a regañar y se escabullía para que no le dijera nada. Te prometo que José era un perro, no una persona. Aunque hacía igual que hacemos las personas: nos escondemos cuando pecamos, tanto para que nadie nos vea pecar, como para que nadie nos regañe cuando lo descubra. En eso, somos unos expertos.
Lo de escondernos nos viene desde Adán. Si recuerdas, tras el pecado, Adán y Eva se escondieron de Dios, porque no querían que él descubriera que habían pecado. Como si Dios no lo supiera… Claro que lo sabía, él lo sabe todo. Por eso no merece la pena esconderse. Tampoco merece la pena pecar, para luego tener que escondernos. Vive de tal manera que te encuentres cómodo a la vista de Jesús y de los demás.