«Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿acaso no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? De otra manera, si pone los cimientos y después no puede terminarla, todos los que lo vean comenzarán a burlarse de él» (Lucas 14: 28-29).
MI SUEGRO salió en una ocasión a dar una vuelta en moto con uno de sus nietos antes de llevarlo a la escuela. Era en aquellos días en que aún estaba aprendiendo a manejar la motocicleta, así que tenía la «fiebre» y la aceleración de un adolescente entusiasmado. Aprovechaba toda oportunidad que tuviera para practicar su nueva pasión. «¿Mi nieto tiene que ir a la escuela? ¡¡¡ Yo lo llevo!!!», decía. Y se prestaba voluntario para todo lo que significara ir en moto.
Esa mañana, los dos se detuvieron a tomar un refresco y mi suegro se puso a charlar con algunos conocidos que se encontraban allí por casualidad. El tiempo pasó volando, mi suegro se distrajo por completo y, cuando miró el reloj, se dio cuenta de que quedaba muy poco tiempo para que comenzaran las clases. Se despidió de sus amigos y le dijo a su nieto: «¡Súbete a la moto, que nos vamos!». Arrancó y salió a toda velocidad, como si fuera un experto. Oh, oh, cuando comenzó a hablar con su nieto, nadie le contestaba. «¿por qué estás tan callado?», preguntó. Nadie le contestó. Cuando se giró, descubrió lo que había pasado: estaba solo. El nieto no se había subido a la moto y él había partido sin comprobarlo. «No puede ser —pensó—, he dejado a mi nieto». No tuvo otro remedio que devolverse a buscarlo. Lo encontró en el camino, todo sudado, corriendo lo más rápido que podía para llegar a tiempo a la escuela. Nunca más mi suegro olvidó llevarse a su nieto.
A veces, por andar apurados nos suceden cosas como esta. Puede parecer una locura, pero de verdad que nos sucede. Por eso la Biblia nos dice que es tan importante prestar atención a todo lo que hacemos, planificar con tiempo y nunca perder de vista el motivo por el que estamos haciendo algo.