«Presten atención y vengan a mí, escúchenme y vivirán» (Isaías 55: 3, NVI).
dio manejar. Cuando tenía diecisiete años, me mudé de Miami a California. El propósito era obtener la residencia californiana que me permitiría acceder a una beca, con la cual podría pagar mi educación universitaria. No me lo pensé dos veces, pero si hubiera sabido lo que me ocurriría en mi último año de secundaria, sospecho que nunca me habría mudado a California. El día después de que cumplí dieciocho, mientras iba camino al colegio, tuve un accidente. Me llevaron al hospital en helicóptero. Sufrí heridas graves y no pude moverme de la casa por meses; tuve que pasar por una terapia extremadamente dolorosa para volver a caminar.
Ahora puedes ver por qué odio manejar; de hecho, me pongo nerviosa y paranoica cada vez que estoy al volante. Pero esta ansiedad desaparece por completo cuando mi esposo maneja (aunque no es el mejor conductor del mundo). Mi asiento ya no está totalmente derecho; está un poco reclinado. Disfruto del paisaje y, a veces, hasta dormito, si es que no estoy batallando con mis dos hijos que van en el asiento trasero. No tengo que preocuparme por cómo llegaremos a nuestro destino; sé que el conductor encontrará la forma. No tengo que prestar atención a las señales, a otros autos, ni siquiera al velocímetro. Puedo relajarme, porque confío en él. Sé que mi esposo se preocupa por mí y por nuestros hijos, y que siempre nos tiene en mente.
Si la vida fuera así de fácil, ¿cierto? Si pudiéramos tener a un conductor que nos llevara adonde tuviéramos que ir, y pudiéramos sentarnos a disfrutar del paisaje. «Eso es imposible —gruñimos—. No con nuestros horarios, las necesidades de los hijos, nuestros trabajos, nuestras cuentas por pagar y nuestros problemas. Sentarse no es una opción. Tenemos que manejar por esta vida a toda velocidad, con la ansiedad y el miedo dentro, tratando de llegar a destino. Un ciclo frenético y a veces desesperado».
Pero ¿y si te dijera que sí tenemos un conductor asignado? ¿Y si te dijera que las señales y la furia de la carretera no son cosas de las que nos tenemos que preocupar? Y no lo son, porque Cristo, nuestro Conductor, nos está esperando al volante. Lo único que tenemos que hacer es abrir la puerta del acompañante y sentarnos.
Él nos llama: «Presten atención y vengan a mí, escúchenme y vivirán» (Isa. 55: 3, NVI).