«¡He aquí, este es nuestro Dios! Le hemos esperado, y nos salvará». Isaías 25: 9
LOS HIJOS DE DIOS oyen una voz clara y melodiosa que dice: y al elevar la vista al cielo, contemplan el arcoíris de la promesa. Las nubes negras y amenazadoras que cubrían el firmamento se han desvanecido y, como Esteban, clavan la mirada en el cielo y ven la gloria de Dios y al Hijo del hombre sentado en su trono. En su divina forma distinguen los rastros de su humillación, y oyen brotar de sus labios la oración dirigida a su Padre y a los santos ángeles: «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo esté, también ellos estén conmigo» (Juan 17: 24). Luego se oye una voz armoniosa y triunfante, que dice: están! iEstos son! Santos, inocentes e inmaculados. Guardaron la palabra de mi paciencia y andarán entre los ángeles»; y de los labios pálidos y temblorosos de los que guardaron firmemente la fe, sube una aclamación de victoria.
Es a medianoche cuando Dios manifiesta su poder para librar a su pueblo. Sale el sol en todo su esplendor. Suceden señales y prodigios con rapidez. Los malos miran la escena con terror y asombro, mientras los justos contemplan con gozo las señales de su liberación. La naturaleza entera parece trastornada. Los ríos dejan de correr. Nubes negras y pesadas se levantan y chocan unas con otras. En medio de los cielos conmovidos hay un claro de gloria indescriptible de donde baja la voz de Dios semejante al ruido de muchas aguas, diciendo: «Hecho está» (Apoc. 16: 17, RV60).
Esa misma voz sacude los cielos y la tierra. Luego un gran terremoto, «cual no lo hubo jamás desde que los hombres existen sobre la tierra» (vers. 18). El firmamento parece abrirse y cerrarse. La gloria del trono de Dios parece cruzar la atmósfera. Los montes son movidos como una caña al soplo del viento, y las rocas quebrantadas se esparcen por todos lados. Se oye un estruendo como de cercana tempestad. El mar es azotado con furor. Se oye el silbido del huracán, como voz de demonios en misión de destrucción. Toda la tierra se alborota y resuena como las olas del mar. Su superficie se raja. Sus mismos fundamentos parecen ceder. Se hunden cordilleras. Desaparecen islas habitadas. Los puertos marítimos que se volvieron como Sodoma por su corrupción, son tragados por las enfurecidas olas.— El conflicto de los siglos, cap. 41, pp. 620-621.