«Al que salga vencedor lo convertiré en columna del templo de mi Dios, y nunca más saldrá de allí. Sobre él escribiré el nombre de pni Diosy el de su ciudad, es decir, de la nuevaJerusalén que desciende del cielo de mi Dios, y también mi nuevo nombre». Apocalipsis 3: 12, RVC
TODOS LOS QUE ENTREN POR LAS PUERTAS de la ciudad irán cubiertos por el manto de la justicia de Cristo, y «tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la frente» (Apoc. 14: ll). Este nombre es el símbolo que el apóstol vio en visión, y significa la sumisión de la mente a una obediencia inteligente y leal a todos los mandamientos de Dios.— The Youth’s Instructor, 18 de agosto de 1886. El conflicto en el que estamos inmersos es el último que tendremos en este mundo. Nos encontramos en lo más duro del combate. Los dos bandos están luchando por alcanzar la supremacía. En este gran conflicto no podemos permanecer neutrales. Hemos de colocarnos necesariamente de un lado o del otro. Si nos situamos del lado de Cristo, si lo reconocemos ante el mundo de palabra y por nuestros hechos, seremos un testimonio viviente que declara a quién hemos decidido servir y honrar. En este trascendental momento de la historia terrenal no podemos permitirnos dejar a nadie en la incertidumbre respecto a qué grupo pertenecemos. Para conseguir la victoria sobre todas las maquinaciones del enemigo, necesitamos aferrarnos a un poder que está fuera y más allá de nosotros mismos. Es preciso mantener una vital y permanente unión con Cristo, que tiene poder para otorgar la victoria a todo creyente que se mantenga en actitud de fe y humildad. Puesto que esperamos recibir la recompensa del vencedor, hemos de perseverar en la lucha cristiana aunque en cada avance hallemos oposición. […] No debemos ceder en ninguno de los puntos sobre los cuales ya hemos obtenido la victoria. […] Como vencedores, reinaremos con Cristo en las cortes celestiales. Tenemos que
vencer mediante la sangre del Cordero y la Palabra de nuestro testimonio. «Al vencedor yo lo haré columna en el templo de mi Dios» (Apoc. 3: 12).— Review and Herald, 9 de julio de 1908.