«Dios ha contado los días del reino de Su Majestad, y les ha puesto un límite» (Daniel 5: 26).
HACE TIEMPO fui maestra de Sausan, de diez años, y Hamzi, su hermano, de ocho. Me encantaba que me contaran cosas de su cultura, por eso al terminar las clases les preguntaba sobre las costumbres de su país, Líbano. Fíjate qué diferentes son las costumbres por allá: la mamá de ellos conoció al papá cuando tenía cuatro años, y ya la comprometieron para casarse con él. Su mami siempre lleva un velo cubriéndole el cabello, porque solo el esposo puede ver el cabello de una esposa. Cuando una mujer libanesa quiere arreglarse el cabello, es la peluquera quien va a la casa de la cliente y se lo corta sin testigos. Ni Sausan ni Hamzi han visto nunca el cabello de su mamá. Una vez me contaron que ya ellos sabían con quiénes se iba a casar. Yo les pregunté:
—¿y si no están de acuerdo?
—Eso no importa —me respondió Sausan—, igual tenemos que casarnos con quienes nuestros padres escojan.
Mientras ella hablaba, su hermano me dijo:
—Yo quisiera casarme con usted, porque es muy bonita.
—Creo que eso es imposible —le dije yo—, porque ya estoy casada y amo a mi esposo. Además, soy muchos años mayor que tú.
—¿No me cree, maestra? —insistió él—. ¡Yo me voy a casar con usted!
¡Qué convicción la de ese chico! A partir de aquel día, todas las tardes me decía lo mismo: «¡Yo me voy a casar con usted!». Terminó el año escolar y yo me mudé de ciudad, así que no los he vuelto a ver, pero la proposición de matrimonio de Hamzi no iba para ningún lado. Sin darse cuenta, él estaba traspasando un límite, porque un joven soltero no puede hablar de matrimonio a una mujer casada.
Cuando Dios pone límites, como los Diez Mandamientos, que están en Éxodo 20, no lo hace porque sí, sino para nuestro bien, para protegernos, para que no nos pase nada malo. Por eso, mi querido amigo, mi querida amiga, respeta siempre los límites de Dios. No te extralimites diciendo o haciendo cosas que, aunque tú no te des cuenta, son totalmente incorrectas y fuera de lugar.