«¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Corintios 9: 15).
A pesar de haber pasado casi una década haciendo trabajo misionero en África, nunca habíamos visto una aldea masái. Estábamos exhaustos por las despedidas emotivas al salir de Ruanda, e intentábamos salir del «modo misioneros» y entrar en «modo turistas» por un par de días, para conocer un poco más de Kenia antes de tomar nuestro avión de regreso a los Estados Unidos. En total desorden, masais vestidos de todos los colores, tanto adultos como niños, rodearon nuestro auto en una bienvenida de saltos. Los turistas salieron rápidamente del auto. Las cámaras comenzaron a dispararse. Un miembro de la tribu se acercó: «Paguen antes de sacar fotos», los amonestó gentilmente. El collar y los ojos entusiasmados de una pequeña masái me llamaron la atención, en tanto que el círculo de bailarines se convertía en una banda de vendedores ambulantes de objetos curiosos. Mientras espantaban a las moscas, turistas y miembros de la tribu regateaban. Me sentí sola. No pertenecía a ninguno de esos dos mundos.
Un tirón suave me asustó. Miré abajo y allí estaba la pequeña nuevamente, sorprendentemente cerca. Tenía, quizá, diez años; todavía demasiado joven, por solo un par de años, para la ablación y el matrimonio. Sus ojos marrones miraban fijamente los míos, azules. Le devolví la sonrisa. Entonces, sostenido entre sus dedos índice y pulgar, levantó un anillo toscamente confeccionado. «Probablemente, alambre y cuentas que alguien no quiso —pensé—. Está tratando de ganar unos centavos». Pero cuando abrí mi cartera, la niña sacudió la cabeza. Sus pequeñas manos sucias rodearon una de las mías; puso el anillo en mi palma y me cerró el puño. Señaló su corazón… y luego el mío. Su gesto de amor me dejó sin palabras. Acababa de darme todo lo que tenía… «Gracias», tartamudeé mientras el guía gritaba: «iHora de irnos!». La expectativa de vida de una mujer masái es de cuarenta y cinco años y el rojo de sus alhajas simboliza sangre y valor, mientras que el blanco denota paz. Mi anillo era rojo y blanco.
A través de la ventanilla de la camioneta y con lágrimas corriendo por mi rostro, saludé a la pequeña. Con la otra mano, apreté mi círculo de alambre, de valor incalculable,
Jesús dale a la pequeña masái el valor y la paz que necesitará para enfrentar una vida de dolor. Hazle saber que tu sangre roja fluyó por ella, y que un manto blanco la espera,