«Y dijo a Jesús: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino»». Lucas 23: 42
CONOCÍ A ANDRÉS en una de las ciudades más violentas del mundo. Tenía fama de malo. Había pasado varios años en la prisión, pagando por sus crímenes. Fue en la cárcel donde se encontró con el Señor Jesucristo.Una noche helada de invierno, Andrés agonizaba; temblaba de frío, casi congelado, esperando la muerte. Fue en esas condiciones que me oyó, a través de la radio de un compañero de celda. Aquella noche, el Espíritu de Dios tocó su corazón.
Había oído muchas veces hablar de Jesús, pero creía que la religión era cosa de personas débiles; él siempre se había considerado un valiente. Armado hasta los dientes, había provocado dolor a mucha gente. Era malo y cruel. Había escogido el camino del crimen cuando era apenas un adolescente; y culpaba a la sociedad por no haberle brindado otro camino que escoger. Aquella noche, moría poco a poco; y la muerte lo asustó. En la casi penumbra de su agonía, entendió que Dios lo amaba y que quería darle un nuevo corazón. Suplicó, Clamó a Jesús por una segunda oportunidad.
Y se durmió. A la mañana siguiente, vio entrar el sol por la ventana. Se encontraba en la enfermería de la priSión. Los rayos del sol eran insistentes, a pesar de la fuerte neblina. «Yo estaba vivo», me dijo, sin poder esconder la emoción. «Yo no había muerto. Dios me estaba dando una segunda oportunidad».
En el momento mismo de su muerte, hace más de dos mil años, un ladrón también fue tocado por la escena de la agonía de Cristo. El ladrón sabía que debía morir: él había pecado, había vivido una vida de desobediencia; había rechazado el amor y los consejos divinos. Pero el sufrimiento de Jesús tocó su corazón y, en el último minuto de su vida, aceptó la muerte de Cristo en su favor. Desde aquel día y a lo largo de la historia, millones de seres humanos han sido transformados por Jesús. Pero todos ellos, de una manera u otra, han tenido
que aceptar que de nada vale el sacrificio de Cristo si no lo aceptamos personalmente. La cruz de Cristo es un monumento a la misericordia y a la gracia de Dios: por su misericordia, Dios no nos da la muerte que merecemos; y, por su gracia, nos da la vida que no merecemos. No salgas hoy de tu casa sin recordar que un ladrón «dijo a Jesús: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino»».