«El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Pedro 3: 9).
Alguien muy cercano a mí estaba tomando decisiones peligrosas, quebrantando habitualmente las leyes de tránsito. A lo largo de los años, yo le había razonado y rogado, orado y rogado, advertido y rogado… pero nada había cambiado. Las infracciones se multiplicaban; un montón de multas. A menudo yo ayudé, intervine y lloré. Pero esta persona, tan querida para mí, no cumplía con las leyes.
Una noche, luego de otra multa grave, me senté con ella a repasar el registro de sus infracciones. Juntos, analizamos sus decisiones pasadas y las consecuencias que había tenido que sufrir. Con desesperación y confusión, me miró y suspiró: «¿Qué vamos a hacer, Rose?».
Me quedé sin palabras, reflexioné sobre la pregunta y, en mi silenciosa triste
za, me acordé de Dios; atisbé espiritualmente su divino sufrimiento, su paciencia incansable y su amor incomprensible por mí. Fue entonces cuando entendí, a pequeña escala, cómo se siente Dios cuando no obedezco su voz amante y las advertencias que me da a través de sus leyes. ¡Qué triste debe de sentirse al verme enfrentar los resultados de mi desobediencia!
Verás, muchas veces he ignorado o dudado de la Palabra de Dios, y he avanzado como un niño testarudo que quiere salirse con la suya. A menudo Dios me ha rogado, a través de sus palabras, sus siervos y sus providencias; pero yo sigo adelante a toda máquina, hasta que la justicia cruza mi camino de rebelión y demanda que pague las consecuencias. Cuando mis ofensas dan como fruto resultados graves, elevo mis manos al Cielo y lloriqueo: «¿Qué vamos a hacer, Señor?». Pero ya sea que su misericordia elimine los tristes resultados de mis pecados o no, la gracia de su presencia me consuela, me guía y me restaura.
Mis pecados lastiman a Dios. Él no puede soportar verme enfrentar el precio de mis errores, así como yo no puedo aguantar ver a mi amado salir herido como resultado de quebrantar tantas leyes de tránsito. Entonces, en respuesta a la pregunta de esta querida persona, dije: «Estoy aquí, contigo, para ayudarte, guiarte y aliviarte, así como Dios, gracias a Cristo, hace lo mismo por mí».
Querido Dios, gracias por no abandonarme cuando me alejo de ti. Porfavor, dame un corazón que escuche y obedezca. Confiando y obedeciendo, encontraré felicidad en Jesús. Amén.