«El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!». El que oye, diga: «¡Ven!». Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida». Apocalipsis 22: 17
COMO REPRESENTANTES DE CRISTO, no tenemos tiempo que perder. Nuestros esfuerzos no deben limitarse a unos pocos lugares donde la luz ha llegado a ser tan abundante que ya no se aprecia. El mensaje evangélico debe ser proclamado a todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos.
Vi en visión dos ejércitos empeñados en terrible conflicto. Uno de ellos iba guiado por banderas que llevaban la insignia del mundo; el otro, por el estandarte teñido en sangre del Príncipe Emanuel. Estandarte tras estandarte quedaban arrastrados en el polvo, mientras que un grupo tras otro del ejército del Señor se unía al enemigo, y tribu tras tribu de las filas del enemigo se unía con el pueblo de Dios observador de los mandamientos. Un ángel que volaba por el medio del cielo puso el estandarte de Emanuel en muchas manos, mientras que un poderoso general clamaba con voz fuerte: «Vengan a las filas. Ocupen sus posiciones ahora los que son leales a los mandamientos de Dios y al testimonio de Cristo. Salgan de entre ellos y sepárense, y no toquen lo inmundo, que yo los recibiré, y seré su Padre y ustedes serán mis hijos e hijas. Vengan todos los que quieran en auxilio de Jehová, en auxilio de Jehová contra los poderosos».
La batalla seguía rugiendo. La victoria alternaba de un lado al otro. A veces cedían los soldados de la cruz, «como abanderado en derrota» (Isaías 10: 18). Pero su retirada aparente era solo para ganar una posición más ventajosa. Se oían gritos de triunfo. Se elevó un canto de alabanza a Dios, y las voces de los ángeles se les unieron mientras los soldados de Cristo plantaban su estandarte en las murallas de las fortalezas hasta entonces sostenidas por el enemigo. El Capitán de nuestra salvación ordenaba la batalla y mandaba refuerzos a sus soldados. Su fuerza se manifestaba poderosamente y los alentaba a llevar la batalla hasta las puertas. Les enseñó cosas terribles en justicia, mientras que, venciendo y determinado a vencer, los conducía paso a paso.
Al fin se ganó la victoria. El ejército que seguía la bandera que tenía la inscripción: «Los mandamientos de Dios y la fe de Jesús», triunfó gloriosamente. Los soldados de Cristo estaban cerca de las puertas de la ciudad, y con gozo la ciudad recibió a su Rey. Se estableció el reino de paz, gozo y justicia eterna.— Testimonios para la iglesia, t. 8, pp. 47-49.