«Porque no entró Cristo en el santuario hecho por los hombres, figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante Dios». Hebreos 8: 24
EN LOS ATRIOS CELESTIALES, Cristo intercede por su iglesia, intercede por aquellos para quienes pagó el precio de la redención con su sangre. Los siglos de los siglos no podrán menoscabar la eficiencia de su sacrificio expiatorio. [ . . . ]
El pecado de Adán y Eva causó una tremenda separación entre Dios y la humanidad. Y Cristo se ubica entre el ser humano caído y Dios, y nos dice: «Todavía puedes llegar al Padre; hay un plan trazado por el cual Dios puede ser reconciliado con la humanidad, y la humanidad con Dios; a través de un Mediador puedes acercarte a Dios». Y ahora está él para mediar por nosotros. Él es el gran Sumo Sacerdote que intercede por nosotros; y nosotros debemos venir y presentar nuestro caso al Padre por medio de Jesucristo. Así podemos tener acceso a Dios.
Cristo Jesús está representado como estando continuamente ante el altar, donde intercede a cada momento por los pecados del mundo. Es ministro del verdadero tabernáculo que el Señor levantó y no el ser humano. Las sombras simbólicas del tabernáculo judío no poseen más virtud alguna. No debe realizarse más una expiación simbólica, diaria y anual. Pero el sacrificio expiatorio efectuado por un mediador es esencial debido a que se cometen pecados continuamente. Jesús está oficiando en la presencia de Dios, ofreciendo su sangre derramada como si hubiera sido la de un cordero sacrificado.
Los servicios religiosos, las oraciones, la alabanza, la confesión arrepentida del pecado ascienden desde los verdaderos creyentes como incienso ante el santuario celestial> pero al pasar por los canales corruptos de la humanidad, se contaminan de tal manera que, a menos que sean purificados por sangre, nunca pueden ser de valor ante Dios. No ascienden en pureza inmaculada, y a menos que el Intercesor, que está a la diestra de Dios, presente y purifique todo por su justicia, no son aceptables ante Dios. Todo el incienso de los tabernáculos terrenales debe ser humedecido con las purificadoras gotas de la sangre de Cristo. Él sostiene delante del Padre el incensario de sus propios méritos, en los cuales no hay mancha de corrupción terrenal. Recoge en ese incensario las oraciones, la alabanza y las confesiones de su pueblo, y a ellas les añade su propia justicia inmaculada. Luego, perfumado con los méritos de la propiciación de Cristo, asciende el incienso delante de Dios plena y enteramente aceptable. •
Ojalá comprendieran todos que toda obediencia, todo arrepentimiento, toda alabanza y todo agradecimiento deben ser colocados sobre el fuego ardiente de la justicia de Cristo.— La maravillosa gracia de Dios, pp. 153-154.