Además de tener un buen trabajo como docente, acepté encargarme de la guardería postescolar del lugar en que trabajaba. Solo una semana después, me dijeron que me encargaría de la guardería de otra escuela.
—Pero yo no manejo —dije a mi supervisora—, y no puedo depender del transporte público para llegar a tiempo.
—Lo lamento —me dijo ella—, pero otra persona, que lleva trabajando aquí más tiempo que tú, insiste en que ella debería encargarse de la guardería y no tú, que recién has llegado. Así que tendrás que trabajar en la otra escuela o perderás el de la guardería.
Estaba realmente preocupada. A mí me habían ofrecido encargarme de la guardería, y no a ella; yo simplemente lo había aceptado. Además, mi compañera maneja, ¿por qué no podía trabajar en la otra escuela? Sin embargo, no discutí ni insistí. Haría lo mejor posible por trabajar en la otra escuela luego de enseñar en esta todo el día. Necesitaba ese dinero extra.
Con el corazón apesadumbrado, hice lo necesario para cumplir con mi desafiante segundo trabajo durante los cinco meses siguientes. Para lograrlo, tenía que saltar de un colectivo a otro. El invierno se hizo más y más frío, y los días se hicieron cortos. Mi realidad se hacía difícil, especialmente cuando nevaba. Pero nunca me quejé. Solamente oré y esperé la ayuda de Dios.
Llegó febrero, el mes en que los inspectores visitaban las escuelas y escribían informes. Un informe sugirió que yo debía cumplir con mis responsabilidades de guardería en mi propia escuela, y que la otra docente debía trabajar en la otra. Esta vez, mi colega no pudo negarse porque los inspectores habían evaluado la necesidad de que una persona experimentada hiciera el trabajo en la otra escuela. También aconsejaron que una maestra de Educación Especial, como era ella, fuera enviada allí. Estaban sorprendidos de que yo hubiera sido capaz de manejar a los niños durante cuatro meses sin ayuda especializada.
Yo sabía que mi Dios no me abandonaría. Por eso mantuve la fe y esperé a que actuara a su manera, en sus tiempos perfectos. Todavía trabajo en la guardería postescolar, y con paz. Dios prometió nunca dejar ni abandonar a sus hijos. Él nos observa y nos rodea con su favor. Esta es su promesa para mí ¡Y para ti!