«No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia» (Isaías 41: 10).
El paisaje y las rutas de Stillwater County, en Montana, Estados Unidos, con sus montañas, colinas llenas de árboles y valles interminables, donde pastan vacas y caballos, nos llenan de admiración… y de soledad. Nos recuerdan Io pequeños e insignificantes que somos, en comparación con la grandeza y la expansión de la naturaleza, y de su Creador. ¡Cuán hermosos e inspiradores son de día; y cuán oscuros y formidables de noche!
Viajé por Montana con mi hija en octubre para ayudarla a mudarse, ya que había conseguido un nuevo trabajo. Pero llegó el momento en que yo tenía que volver a casa. Mi vuelo salía a las siete de la mañana, así que tenía que dejar la casa de mi hija cuando todavía estaba oscuro. El miedo comenzó a hacerse cargo de mis pensamientos, a pesar de que ya había hecho el trayecto manejando el día anterior. Me levanté temprano y oré con mi hija, pidiendo a Dios que se quedara con ella. Pero ¿entendí la oración que hice por mi hija? ¿Confiaba en que Dios estaría con ella?
En realidad, no.
Al comenzar el trayecto, lágrimas caían por mis mejillas y me sentía sola y asustada. Entonces, sucedió. Levanté la mirada y allí, en medio de la oscuridad, una estrella solitaria iluminaba el cielo. Mi corazón saltó de alegría y agradecí a Dios por enviar su luz para guiarme. Aquella estrella me guio durante los siguientes diez minutos. Entonces, desapareció. Pero antes de tener la oportunidad de temer de nuevo, vi un pequeño auto rojo justo delante de mí, y supe que Dios había vuelto a enviarme su dirección. Y me guio hasta justo antes de tomar la salida hacia el aeropuerto. Todo lo que podía hacer era alabar a Dios y comenzar a confiar más en él.
Al llegar al aeropuerto, tenía que estacionar en un estacionamiento lejano y oscuro. El miedo se volvió a apoderar de mí, mientras comenzaba la larga caminata hasta la entrada. Entonces, justo enfrente de mí, cruzó un conejito. ¡No podía creerlo! Una vez más, supe que Dios estaba conmigo y que no había de qué temer. Aquel conejito se quedó en su posición hasta que entré al aeropuerto. ¡Qué feliz estaba! A pesar de mi fe vacilante, Dios nunca me dejó ni me abandonó. Su presencia siempre trae paz.