«Les digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». Mateo 26: 29
EXISTEN VARIOS TIPOS de despedidas: las breves y cotidianas, con retorno siempre previsto; las que son por poco tiempo, con esperanza cierta de reencuentro; las que son por largo tiempo con vuelta prevista; y finalmente, las que se producen por tiempo indefinido.
En el mundo moderno, los sistemas de comunicación —teléfono, correo electónico y otros medios por Internet— nos permiten un contacto directo e inmediato. Antes, sin embargo, no era así. En las tres Américas conocemos a muchos conciudadanos, si no es que nosotros mismos nos hallamos en esta situación, con lazos familiares directos con personas de Europa. Y en muchos casos, como ocurrió con nuestros abuelos o padres (quienes a principios del siglo pasado emigraron hacia el Nuevo Mundo), nuestros antepasados inmediatos nos hablaron de los tíos y primos que allá quedaron; pero de los que se perdió la pista y ni siquiera sabemos sus nombres, si aún viven. No digamos ya de quienes llegaron a las «Indias» en el siglo XIX o anteriores, que cuando se despedían de sus seres queridos en Europa, u otros continentes, lo hacían de forma definitiva e irreversible, rompiendo todos sus vínculos con su pasado familiar y cultural. iQué dura y triste puede ser, por lo tanto, una despedida!
Por todo ello, si cuando se produce un regreso previsto la alegría es grande, ¿podemos imaginar el gozo que reinaba cuando se producía el retorno de los «indianos» a la madre patria? Las celebraciones eran espectaculares, y las lágrimas que se derramaron en la partida no eran menores que al regreso.
Hubo hace más de dos mil años una despedida de trascendencia inigualable. Fue la de Jesús, cuando en presencia de sus discípulos «fue alzado, y lo recibió una nube que lo ocultó de sus ojos». Se quedaron muy tristes «con los ojos puestos en el cielo» (Hech. 1: 9, 10), Ellos no sabían cuándo regresaría, pero el tremendo chasco que habían sufrido por su muerte, ahora, después de la resurrección, se convirtió en firme y vivificadora esperanza, porque habían descubierto que el Maestro siempre cumplia sus promesas. Y aunque se iba lejos, muy lejos, no al Nuevo Mundo terrenal, sino a preparar el celestial, les había prometido solemnemente antes de su muerte redentora: «Les digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». iQué gozoso y alegre será, por lo tanto, este reencuentro!