«Jesús dijo: «Dejad a los niños venir a mí y no se lo impidáis, porque de los tales es el reino de los cielos»» (Mateo 19: 14).
La vida a través de los ojos de mi hija pequeña estaba llena de emoción y aventura. Subir y bajar las escaleras corriendo (aunque le había dicho mil veces que no lo hiciera) era como ganar una maratón. Saltar de la cama o del sillón al suelo era como saltar de una nube a otra. Encontraba gozo en desarrollar sus habilidades artísticas, aunque eso significara que yo tenía que limpiar las «decoraciones» que ella plasmaba en las paredes con sus crayones. Su habilidad de recordar letras de canciones y versos que se repetían con poca frecuencia era impresionante. Sus risitas eran contagiosas.
Pero, como cualquier niñito de dos años y medio, quedarse quieta y esperar pacientemente le resultaba extremadamente difícil; especialmente durante las oraciones. Intenté todo lo que se me ocurrió para que se mantuviera reverente durante las oraciones. Ella podía quedarse quieta un minuto, pero cualquier cosa que durara más, hacía que se pusiera inquieta y se distrajera. También la animaba a orar, aunque pensaba que todavía no tenía idea de lo que era la oración.
Un día, mi mejor amiga vino a visitarnos. Como de costumbre, hablamos y nos reímos acerca de eventos de la actualidad, familia y trabajo. No notamos que la visita se hizo más larga de lo que mi amiga había esperado. Apurada por volver a su casa, mi amiga se despidió y salió rápidamente. Mi hija no dijo palabra, pero se quedó al lado de la puerta, como si estuviera esperando a alguien. Dos minutos después, mi amiga estaba tocando la puerta: se había olvidado un paquete sobre la silla. Esta vez, mi hija no iba a dejar que mi amiga se fuera. Tomando la mano de su hermanito menor, mi hija insistió en que oráramos. Luego de salir de nuestra sorpresa, mi amiga, mi hijo y yo inclinamos nuestras cabezas, y mi hija comenzó a orar. Sé que Dios fue el único que entendió su oración. Cuando terminó) se volvió a mi amiga y dijo: «Está bien, tía. Chau. Nos vemos después».
YO había tratado intensamente de enseñar a mi hija a quedarse quieta durante las Oraciones, sin creer que ella entendiera qué era una oración. Pero ese día me enseñó que una buena oración no dependía necesariamente de cómo se ora, sino de por qué se ora.