PARA MEMORIZAR:“Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre” (Gálatas. 4:26).
LEE PARA EL ESTUDIO DE ESTA SEMANA: Gálatas 4:21-31; Génesis 1:28; 2:2, 3; 3:15; 15:1-6; Éxodo 6:2-8; 19:3-6.
LOS CRISTIANOS QUE RECHAZAN la autoridad del Antiguo Testamento a menudo consideran que la entrega de la Ley en el Sinaí es inconsistente con el evangelio.
Concluyen que el pacto dado en el Sinaí representa una era, una dispensación, de la historia de la humanidad en la que la salvación se basaba en la obediencia a la Ley. Pero, debido a que el pueblo fracasó en vivir según las demandas de la Ley, Dios (dicen ellos) puso en rigor un nuevo pacto, un pacto de gracia por medio de los méritos de Jesucristo.
Esta, entonces, es su comprensión de los dos Pactos: el antiguo, basado en la Ley; y el nuevo, basado en la gracia.
Por más que esta visión sea común, está equivocada. La salvación nunca fue por la obediencia a la Ley; el judaísmo bíblico, desde sus inicios, siempre fue una religión de la gracia. El legalismo que Pablo estaba confrontando en Galacia era una perversión, no solamente del cristianismo sino también del Antiguo Testamento mismo. Los dos Pactos no son una cuestión de tiempo, sino que reflejan las actitudes humanas.
Representan dos diferentes formas de intentar relacionarse con Dios, que se remontan a Caín y Abel. El antiguo Pacto representa a aquellos que, como Caín, erróneamente dependen de su propia obediencia como medio de agradar a Dios; en contraste, el nuevo Pacto representa la experiencia de aquellos que, como Abel, dependen completamente de la gracia de Dios para hacer todo lo que él ha prometido.